Por Oscar Andrés De Masi
¿Cuál fue el origen de estas prácticas (el stand-up y la silbatina) en nuestro medio escénico?. Me encontré
con un breve relato de Rómulo Quintana publicado en la revista El Hogar, el
21 de mayo de 1937. Contaba allí la historia de la primera actriz silbada en
escena por el público porteño, a comienzos del siglo XIX.
Se trataba de Ana Rodriguez Campomanes, a quien los cronistas y algunos
críticos han señalado como la más consumada expresión de la “guaranguería”
vernácula. Aunque tenía su público fiel entre el bajo pueblo, el historiador de
la ópera y el teatro porteños, Mariano Bosch, llegó a sostener que “todo lo
malo lo inventó la Campomanes” (sic).
En los comienzos (integraba la compañía del Coliseo de Comedias o Coliseo
Provisional, desde 1811), algún periódico de la época le asignó “una voz
melodiosa” para las tonadillas españolas (que tanto gustaban desde finales del
siglo XVIII), pero luego, con los años, se dijo que dejó de cantar los papeles,
para “gritarlos”.
Se dijo también que era inescrupulosa y combativa, y que se valía de la
política hasta para eliminar a sus rivales artísticos. ¿Será exagerado este
juicio? Ciertamente, lo mismo le daba cantarle loas póstumas a Belgrano en
1821, que celebrarlo a Rosas en 1835.
Esta artista popular porteña pasó por la experiencia de la ruina social (¿era
una huérfana nacida en un hogar principal venido a menos?) y el abandono de su
marido.
Durante sus actuaciones, se apartaba del libreto y se ponía a polemizar con
el público, hacía acotaciones musicales, a la par que comentarios de moda, de
política, de arte, de letras etcétera. Quizá, a su modo, fue una precursora del
“stand up”.
Como no había pasado por ninguna academia y, al parecer, su voz era muy
pobre, condimentaba sus números acentuando la procacidad de los versos que
entonaba. Y para acompañar o mitigar sus alaridos, se valía de una guitarra y
también bailaba.
Se la toleró sin queja durante varios años, pero un día llegó la silbatina,
fermentada durante decenas de funciones. Ocurrió un 1º de diciembre de 1822
(hace 199 años) en el ya mencionado Teatro Coliseo de Comedias, inaugurado en
1804 en el barrio de La Merced.
Comenzó cantando un cuplé que
provocó en el público un ligero “siseo”, al cual siguió el reiterado golpe
rítimico del suelo con los bastones. Por lo visto, la ejecución no agradaba.
Lejos de arredrarse, la cantante repitió la tonadilla hasta cuatro veces,
con crecientes ínfulas. Entonces, comenzó literalmente la “silbatina”, que se
hizo generalizada en la sala entera.
¿Qué hizo ella? ¿se retiró haciendo mutis
por el foro, como en la tragedia griega? De ninguna manera. Encaró de
frente al público insatisfecho y protestón, y le dijo que iba “a
enseñarles a mostrar mayor respeto, para que la próxima vez tuvieran mayor
cuidado en no hacer ruido mientras ella cantaba…”.
La perorata despertó una estruendosa carcajada del público, sumada a los
golpes y los chiflidos. Debió intervenir la autoridad: un juez que presenciaba
la función desde un palco amonestó a la concurrencia, sin éxito. Y un actor de
la compañía, condolido por el escarnio de su colega, salió en su defensa y le
gritó a los espectadores, amenazándolos con…dejar la función a medias y no
actuar más. Fue peor, porque la silbatina se tornó ensordecedora.
En cualquier caso, si esto ocurrió en las vísperas de la época de Rivadavia
y las Luces, cuando existía la Sociedad del Buen Gusto teatral creada por Pueyrredon,
en cambio los años de la divisa punzó le
serían favorables como una figura más arrabalera que chusca, capaz de despedir
rayos y centellas desde las tablas contra el partido unitario. De hecho, Rosas
y su entorno asistieron más de una vez a sus funciones. Y, naturalmente, nadie
se hubiera atrevido a obsequiarle una silbatina unitaria en presencia del
Restaurador…
En cualquier caso, tras la batalla de Caseros, el rastro de la Campomanes
se pierde en la bruma de un previsible exilio en Montevideo.
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