Por Oscar Andrés De Masi
Para Viaje a las Estatuas, marzo
2024
En el marco de la tensión generada
en estos días por los relevos intempestivos de las autoridades de museos
nacionales (cargos que no se han cubierto, en esta instancia, mediante
concursos), la Subsecretaria de Patrimonio de la Nación ha expresado que, para
ejercer la dirección de los museos históricos, se prefiere ahora a los
historiadores (sic).
Nadie podría suponer que yo tenga
algo en contra de los historiadores (al menos contra los que son serios, porque
también hay impostores en este rubro), desde el momento en que me he dedicado a
esa disciplina desde los diez y nueve años de edad (es decir, hace ya cuatro
décadas), cuando ese gran maestro y amigo que fue Alberto S. J. de Paula me
incluyó, como joven investigador, en el Centro de Estudios Regionales de la
UNLZ. Desde entonces arranca mi dedicación a la Historia.
Pero debe decirse muy claramente
(pues como escribió Goethe, al mal hay
que llamarlo por su nombre) que este criterio sospechosamente selectivo,
enunciado por la funcionaria, resulta a esta altura no sólo irritante, sino anacrónico
(porque fue práctica virtuosa en otra época, cuando no existía la profesión del
museólogo) y no garantiza per se el
requisito constitucional de idoneidad, ya que depende de la capacidad de
gestión museística del historiador. Al fin y al cabo, un museo no es una academia
ni una junta de Historia.
Por otra parte, hay cientos de
ejemplos de profesionales de diferentes disciplinas que han conducido con éxito
museos históricos. Para no ir muy atrás en el tiempo, tomemos el caso de la
arquitecta Marcela Fugardo y su brillante gestión en el Museo Histórico
Municipal de San Isidro.
Sostener el criterio de la
incumbencia excluyente de los “historiadores” sería lo mismo que afirmar que
los museos de artes plásticas deben ser dirigidos únicamente por pintores o por
escultores, o por grabadores, o por críticos de arte. Pero, por más que alguna
vez hubo antecedentes remarcables en ese sentido (pensemos en Eduardo
Schiaffino organizando el Museo Nacional de Bellas Artes, o en Cupertino del
Campo, o en Juan Zocchi o en Jorge Romero Brest), es lícito preguntarse si
acaso el dominio de una técnica artística o una pluma crítica acerada asegura,
como si se tratara de una ciencia infusa, la experticia gerencial que supone la
conducción de un museo.
Además, habría que definir ¿qué se
entiende por “historiador”? ¿Alude a una credencial académica o a un sostenido
desempeño de la disciplina, desde la investigación y la cátedra? Porque, como
dije antes, a la par de los historiadores rigurosos, hay farsantes
credencializados y farsantes sin credencial, que suelen construir su celebridad
en los medios dominantes o en las tiradas de libros que repiten, con menos
elegancia y casi nula heurística, lo que dijeron antes otros cronistas más
pulidos.
Pero lo grave es que, además de soslayar
la competencia profesional y la pertinencia epistémica de los museólogos
argentinos en general, la funcionaria olvida que existe, desde hace medio siglo,
una Escuela Nacional de Museología, fundada por el Dr. Julio César Gancedo, orientada
a la disciplina histórica y que depende ¡de la misma Secretaría de Cultura de
la cual depende la Subsecretaría de Patrimonio!
De esa Escuela, cuya Regencia me
honra haber ejercido, han egresado varias promociones con el título de “Técnico
Superior en Museología Histórica” y muchos graduados han articulado su carrera
con estudios universitarios. Demás está decir que, a lo largo de su
trayectoria, el establecimiento ha contado en su claustro docente con
profesoras de la talla de la Licenciada Susana Speroni; y que ha producido
museólogos que han demostrado, en su desempeño, que las lecciones recibidas de
tales maestros no fueron en vano.
Ante la arbitraria preferencia que
sostiene la Subsecretaria de Patrimonio cabe preguntar: ¿por qué negarles a
estos profesionales formados por el propio Estado nacional, la oportunidad de
desempeñarse en museos nacionales? ¿qué sentido tiene que se financie la
Escuela Nacional de Museología con recursos públicos, si luego, sus egresados
no serán tenidos en consideración por el propio Estado nacional, a la hora de
cubrir cargos directivos en sus museos?
O quizá ¿no será esta agenda de
“descarte” el preludio ominoso del cierre de la Escuela?
En cualquier caso, el episodio que
comentamos va de la mano con ese otro interrogante que vienen planteando
algunos museólogos que han acumulado suficiente experiencia (como el Licenciado
Carlos Fernández Balboa) pero que, pese a sus copiosos antecedentes, no han
sido “tocados con la varita mágica” de la política de turno para dirigir un
museo: ¿qué destino tiene en la Argentina la carrera de Museología?