La mirada y la interpretación de Oscar Andrés De Masi, arqueógrafo

sábado, 30 de noviembre de 2024

CIERRE DEL AÑO ACADÉMICO 2025 EN EL INSTITUTO VOCACIONAL SAN JOSÉ


EL PROF. DE MASI DICTA UNA CLASE ESPECIAL ACERCA DE LOS ORÍGENES DE LA DIVERSIDAD RELIGIOSA EN BUENOS AIRES, A LOS SEMINARISTAS DEL INSTITUTO VOCACIONAL SAN JOSÉ (DEPENDIENTE DEL SEMINARIO DEL ARZOBISPADO DE BUENOS AIRES) EN SU SEDE DE LAS BARRANCAS DE SAN ISIDRO. A LA IZQUIERDA, EL DIRECTOR DEL INSTITUTO Y QUERIDO AMIGO, P. JUAN PABLO BALLESTEROS.

 

LA FOTO, UNA INSTANTÁNEA DE GRAN EFECTO DINÁMICO, GENTILEZA ARQ. MARCELA FUGARDO.





sábado, 19 de octubre de 2024

UN RECUERDO DEL DR. GERMÁN ORDUNA

Por Oscar Andrés De Masi




NOTA: Enterado de la noticia del inicio, en Buenos Aires, de la causa de beatificación del Dr. Germán Orduna, e invitado amablemente por su hijo, el arquitecto Martín Orduna, en el contexto de un encuentro que compartimos hace unos días con mi querido amigo el arquitecto Guillermo Frontera, escribí este recuerdo. Aunque la memoria es siempre una interferencia en la objetividad histórica, creo que, en el presente caso, la evocación es fiel, tanto a la persona evocada como a mi percepción de esa misma persona en aquel momento.

 

Al Dr. Germán Orduna lo conocí en el año 1991, por el azar de las circunstancias. Yo era un joven funcionario del Ministerio de Educación y me había sido encomendada la ingrata tarea de desalojar un Instituto de Filología Hispanoamericana que ocupaba un local en la planta baja del Palacio Sarmiento. Aunque nadie en el vértice de la jerarquía ministerial sabía a ciencia cierta qué tarea desarrollaba el Instituto (o nadie me lo supo explicar con precisión), se había formado el raro y prejuicioso consenso de que ese sector debía ser desocupado a toda costa, para alojar en su lugar a otra dependencia, supuestamente más productiva.

 

Por inclinación de mi propia naturaleza y por la empatía “hispanista” que me despertó a priori aquel establecimiento científico (cuya existencia ignoraba hasta entonces), no iba a cumplir la directiva de manera tan mecánica, como dando golpes con el pomo de una espada, y sin antes conocer organolépticamente de qué se trataba. Para ello, solicité una reunión in situ con su director. El día indicado y a la hora señalada, bajé las escaleras de mi oficina, que estaba prácticamente encima del Instituto sobre la calle Marcelo T. de Alvear, y me hice presente.

 

Allí me recibió el Dr. Germán Orduna, investido ante los suyos de la autoridad de un paterfamilia romano, portador de un señorío que le era natural, erguido como una proa y amable hasta donde la cortesía lo permitía (porque él conocía mis instrucciones), ante las miradas disimuladas de sus colegas y becarios, quienes previsiblemente también estaban al tanto de la odiosa situación, ubicados cada cual en su escritorio o gabinete. Todavía recuerdo aquel momento: reinaba el silencio, apenas agrietado por las lacónicas devoluciones de saludos. Eran personas de ambos sexos y de edades diferentes, algunos tan jóvenes como yo o, incluso, quizá más jóvenes. Ello me sorprendió de entrada, porque venía a contradecir, con la fuerza de la evidencia, una de las falacias en que se fundamentaba la instrucción de la mudanza compulsiva: que se trataba de un conventículo de gerontes improductivos, abastionados tenazmente en aquel sitio.

 

Recuerdo, también, esa primera impresión que me causó el porte del Dr. Orduna (que tendría la edad de mi padre más o menos), alto y atildado, prolijamente peinado, abrigado con un pullover azul de lana fina, de cuyo cuello asomaba una camisa blanca y una corbata que, si la memoria no me falla y la imaginación no me engaña, era de hilo tejido. Ese aspecto fue mi segunda sorpresa, porque aquel caballero no parecía en absoluto una ruina arqueológica viviente, y su modo de vestir lograba ese equilibrio propio de los profesores universitarios al estilo europeo, que no exageran la etiqueta ni se despojan de las formas mínimas de un atuendo correcto pero, a la vez, descontracturado.

 

El Dr. Orduna hablaba en tono suave, pronunciando pausadamente cada palabra, de modo tal que la rítmica de su discurso era en si misma un ejercicio filológico. Hablaba con exactitud pero sin afectación; con magisterio pero sin arrogancia; y su tono, aunque era bondadoso, traslucía la convicción indignada de que el Ministerio, del cual yo era nuncio en ese acto, estaba a punto de cometer un grave error; o peor, una arbitrariedad, varias veces insinuada con fuerza de ultimátum, pero ahora inminente.

 

Yo era joven pero no era tonto: percibía que su sentido de la justicia latía en sus venas con presión volcánica; pero veía, a la vez, que su sentido de la etiqueta (aquel Gefühl für Humanität que enarboló el tembloroso anciano Immanuel Kant en sus postrimerías) le impedía entrar en erupción. Tal era la tensión del instante.

 

Me dijo que él sabía de sobra que, en general, los funcionarios que vienen a ejecutar directivas superiores no suelen escuchar razones; y menos todavía querrían enterarse de qué se trataba ese centro de investigación que él dirigía. Quizá sin querer y seguramente harto de los intentos de desalojo que ya había soportado antes, me estaba subestimando. No sabría decir de qué rincón iluminado afloró mi respuesta, cuando le contesté: -“¿Y por qué no prueba a explicarme? Porque no tengo apuro…”-

 

La categórica racionalidad de la contestación fue la coartada suficiente para que el maestro-en-acto-enseñante que habitaba el alma y el corazón del Dr. Orduna se hiciera visible y audible. Allí comenzó una visita guiada por el Instituto y sus tesoros filológicos y literarios. Tesoros del conocimiento custodiados en la vastedad de la biblioteca y la hemeroteca, registrados en los pulquérrimos ficheros y depositados dinámicamente en la materia gris de sus investigadores. Él era, sin duda, el animador y el motor de ese microcosmos, discreto y larvado como una crisálida, que cobijaba el edificio ministerial. Allí, nada estaba de más y nada se echaba de menos, porque cada uno atendía a su tarea, en un clima de estudio y respeto ostensibles. Por más que imperaba el silencio monacal que respira el motto “ora et labora” (fue inevitable para mi el pensar en el contraste con el tráfago que reinaba en los pisos superiores del Ministerio, inficionados de un activismo neurótico), bien lejos estaba el recinto de ser una cripta vermicular. Y, mucho más lejos todavía de ser, o siquiera de aparentar ser, una guarida de holgazanes resistentes al desalojo, como los pintaba alguno, mendazmente, en los despachos cercanos al Ministro. Porque el Dr. Orduna le imprimía su “genio” al lugar, el carácter de excelencia áulica que le proveyó su experiencia en universidades extranjeras y su propio sentido del “deber ser” de las cosas.

 

Cuando la visita concluyó, supe que estaba ante un hombre cabal, sapiente y decente. Aunque no impostaba el rictus hierático de un misticismo subyacente, algo en él dejaba traslucir un sentimiento religioso de la vida.

 

Le garanticé que mientras yo estuviera a cargo de aquel trámite, nadie iba a molestar al Instituto. Y así fue.

 

Días después, y ya enterado de las buenas noticias, me visitó en mi despacho con un par de libros de regalo. La dedicatoria la escribió con una caligrafía casi microscópica. La leí en su presencia y atiné a decirle que él escribía “in tenue labor”, apelando a la frase de Virgilio. Se sonrió y acotó algo así como “ya me sospechaba que Usted tiene sus latines”…

 

Tiempo después regresé a verlo, acompañado de otro gran hispanista, el historiador y mi querido amigo el arquitecto Alberto S.J. de Paula, quien, enterado y entusiasmado por mi relato de la existencia de aquel enclave de Hispanidad, me pidió conocerlo y saludar a su director. Demás está decir que salió encantado y su juicio acerca del Dr. Orduna fue superlativo. Me dijo que en algún sentido le recordaba al P. Furlong, uno de sus mentores, que siendo muy sabio era a la vez muy espiritual, humilde y generoso en prodigar sus saberes.


También, alguna otra vez, volví por una consulta puntual, junto con la Prof. Graciela Maturo, que era mi amiga y dirigía entonces la Biblioteca Nacional de Maestros, ubicada en el mismo edificio.


Pasó el tiempo y concluyó mi trabajo en el Ministerio de Educación. Bajé a despedirme del Dr. Orduna, quien dijo que lamentaba mi partida. Percibí que su expresión era sincera y prometí visitarlo en el futuro.


Lamentablemente, la promesa no pude cumplirla, quizá por la delicadeza de no importunar esa atmósfera de estudio que impregnaba el Instituto. Pero, cada vez que pasaba por esa vereda no tan lejana de mi casa, a mi pensamiento le plugo el recrear aquella escena de mi primera visita, cuando tuve el privilegio de conocer al Dr. Orduna.







viernes, 6 de septiembre de 2024

COSAS QUE ENCUENTRO ESPIGANDO EN VIEJAS PUBLICACIONES: LAS TERTULIAS EN LA TERRAZA DE MANE BERNARDO (+ SARAH BIANCHI + BIANCA COLONNA)

Por Oscar Andrés De Masi

Setiembre de 2024

 


Siempre hemos hablado con mi amigo Julio Cacciatore de aquellas tertulias auráticas, que por razones de edad yo no pude frecuentar, pero él si pudo.

 

La concurrencia de artistas plásticos y escénicos, poetas, astrólogos, y otros invitados cultos, garantizaba la calidad intelectual del convivio, cuyo escenario (valga la palabra teatral en este caso) era esa terraza a la italiana, con su balaustrada como parapeto envolvente, sus baldosones de cerámica roja como alfombra, la noche estival como bóveda, las estrellas como luciérnagas y la brisa de San Telmo como "flabellum".

 

Hemos recorrido esa terraza de acceso tortuoso, a la luz del día, y no es lo mismo. Sin embargo, estando in situ, percibimos o creímos percibir el eco de aquellas voces que la fotografía de la revista "Panorama" de enero de 1967 no nos revela, pero deja librado a nuestra imaginación. Acaso las muchas plantas que orlaban, en sus macetas epocales, los contornos del solado, hayan guardado alguna memoria sutil, que el tiempo se ha llevado consigo...

 

Son cinco damas y tres caballeros practicando el arte perdido de la conversación, bajo el fulgor de las luces de artificio, que tornan el lugar "just a little flickering flame in the middle of the dark town...". Allí la veo a Mane, sentada de espaldas, y a Sarah, sentada de frente y con el cabello colorado. A los otros contertulios no logro identificarlos (¿está allí Julio?, ¿está allí Osvaldo Pacheco?, ¿está allí Santiago Doria?, ¿está allí Solari Parravicini?, ¿y Bianca Colonna?). Pero la charla se percibe animada, y los vasos cargados de bebidas sobre las mesitas se muestran refrescantes.

 

La escena entera exhibe un indisimulable clima vintage. Y el punto elegido para la toma fotográfica es un acierto.

 

Aquel momento ha pasado, para siempre. Aquella casa ha cerrado su azotea noctiluca parlante, como se cierra una boca. Pero el registro capturado por la fotografía, al menos, seguirá siendo "a poor facsimile of that magical enclave" ("Tusk" dicxit...).

 

Nota: sospecho que cuando Julio Cacciatore lea este post, tendrá algo que comentar...



 

lunes, 26 de agosto de 2024

FRANCISCO LAUDELINO MUJICA: EL “GAUCHO ARGENTINO” QUE MANDÓ A FUSILAR PANCHO VILLA

 Por Oscar Andrés De Masi

Buenos Aires, 24 de agosto de 2024



Accedo con esta nota a la amable invitación de mi amigo Guillermo Heisinger, para que exprese alguna reflexión histórica en su blog.

 

Alguna vez, en los años de estudiantes universitarios conversamos acerca de las guerras “cristeras” en México (porque, aunque éramos jóvenes, ni siquiera el tiempo del recreo lo gastábamos en temas frívolos) y sus rasgos de odio anticatólico (porque nuestra fe era convencida y apologética), aunque nunca abordamos este episodio concreto que contiene mi texto, bastante anterior de la revolución mexicana. No lo conocíamos entonces. Tampoco lo he discutido con mi hermano Marcelo, pese a que el tema de aquella revolución y su marca “demoníaca” nos resulta bastante recurrente, porque seguimos siendo gente arraigada en principios religiosos, cada cual a su modo.

 

Lo cierto es que a ambos les sorprendió mi mención del singular episodio que pasaré a contar, supongo que por naturales razones de empatía nacionalista con la víctima… y de antipatía moral respecto del victimario.

 

La historia que voy a relatar en prieta síntesis trae, en simultáneo, el doble matiz de la viñeta criolla y la tragedia. Aquel furor revolucionario alcanzó también a un argentino que, además, era portador de la marca identitaria del gauchismo como asunto de espectáculo y quizá como algo más.

 

¿Quién era Francisco Laudelino Mujica? Porque de él se trata y ya queda presentado, con nombre y apellido, ante los lectores.  ¿Qué lo llevó a México en tan convulsionado momento histórico?

 

“Algo” nos dice que merece ser recordado por sus compatriotas, que somos nosotros. Un “algo” visceral, que va más allá de la razón y que no perece con el tiempo ni sucumbe a la carcoma del olvido, como las ramas del enebro antiguo con que Cesare Ripa y la iconología barroca coronaron la virtud de la “memoria agradecida”. Porque ese “algo” tiene que ver con aquella verdad acerca de nosotros mismos que se llama la “identidad” y que siempre en el corazón tendremos esculpida, parafraseando el verso de don Diego Hurtado de Mendoza que aprendimos en la escuela.

 

Francisco Laudelino Mujica, en la consunción de su vida breve, y más todavía en la tragedia de su muerte, decidida “allá lejos y hace tiempo”, sin riesgo ninguno para quien pronunció la condena sumaria pero no se habría animado a enfrentarlo en el campo del honor, ese “Gaucho Mujica” es parte de nuestra identidad histórica argentina, en sus más airosos atributos.

 

La revista de actualidad e interés general “Caras y Caretas” anunció la noticia de su deceso en el número del 7 de noviembre de 1914. Vale decir que, dentro de un par de meses, se cumplirán 110 años de aquella sentencia irrevocable, recaída sobre un compatriota nuestro a quien casi nadie conoce. El título de la escueta nota decía “El gaucho Mujica fusilado en Méjico”. Ningún juicio de reproche a la ejecución se desprende de la pluma del cronista, que más bien esboza con trazos gruesos las aventuras de una vida azarosa.

 

Las fotografías que ilustran la noticia lo muestran en sus dos facetas: una, con traje civil, mirada límpida y grave, y enormes bigotes á la page; la otra, en plena función de doma de un potro, vestido como un gaucho y rebenque en mano. La dualidad iconográfica venía a postular los dos mundos que habitó Mujica: el mundo real de la sociedad liberal burguesa, y el mundo de la épica gauchesca, tan ficticio para entonces, como la ficción arquetípica de un ideal platónico.

 

Hizo su irrupción en la escena porteña en 1910, luciéndose como domador de caballos bravos en la señera “Sociedad Sportiva”, durante los fastos jubilares del Centenario de la Revolución de Mayo, y desde entonces se volvió relativamente popular. Pues, aunque la dirigencia de la “nueva y gloriosa Nación” aspiraba a confundir sus modismos de salón y el ingenio diletante de su causerie con los países civilizados de Europa, sin embargo retenía, como nota de identidad, un deporte que podía ser estimado como rémora de la barbarie. Al fin y al cabo, los ganados y las mieses, como cantó Rubén Darío, seguían sosteniendo las rentas agro pastoriles de la grandeza nacional.  

 

Pero Mujica no era ningún bárbaro ni vivía una vida zaparrastrosa de tapera y corral, como muchos bien pensantes sarmientinos podrían imaginar, ante la sola mención de esa ominosa palabra: “gaucho”. Al final volveremos sobre este punto, que trae abundante tela.

 

Mujica pudo permanecer en la Capital para cosechar los dulzores de la novedosa fama; o pudo regresar a sus pagos natales de Pergamino para sumirse en el vértigo horizontal de esos campos infinitos como un océano. Pero, amante de la buena vida y tentado por el aplauso internacional que le habían prodigado también las comitivas extranjeras del Centenario, puso rumbo a Cuba (no sabemos la razón), y en La Habana saboreó triunfos, ganó dinero y se mezcló en reyertas.  Aunque la meta de su agenda era España, sin embargo marchó entonces a México junto a su troupe criolla. En este último destino selló su propio destino.

 

Pronto empezó a gozar del halago de un público fascinado con sus hazañas de montura, a tal punto que es versión que el presidente, el Dr. Francisco Madero, quiso conocerlo.

 

Pero un día, la rebelión que el mismo Madero había encendido desde Texas, en 1910, contra la continuidad reeleccionista del gobierno latifundista y oligárquico de Porfirio Díaz y los “científicos”, desbordó los cauces de su propio dinamismo, y las facciones revolucionarias mostraron sus disensos internos y su predisposición a matar con saña, o morir sin expectativa de clemencia. No cabe detallar aquí las alternativas de aquel proceso, muy complejo por cierto, que terminó malquistando a Madero tanto con los insurrectos (mayormente elementos indígenas y mestizos) como con los hacendados blancos, de cuya estirpe provenía. Él mismo, ya renunciado y derrumbado por la muerte brutal de su hermano (hasta el ojo de vidrio le arrancaron a golpes), cayó enseguida, abatido por el disparo alevoso disparado a quemarropa por quien conduce a la víctima a su matadero con engaño, al amparo de la noche. Su familia debió asilarse en la Embajada japonesa.

 

Envuelto en el caulículo de aquel vendaval y varado en tierra extranjera, allí quedó atrapado nuestro compatriota. Aunque el ambiente era violento, ello no debió arredrarlo, porque él también, en un punto, cedió a su costado más cerril. Debió purgar una breve condena en la cárcel por haber matado a su manager alemán, un tal Francisco Schnerb. Al menos, especulemos con el consuelo de que haya sido en un duelo por causa de honor. Dicen que no la pasó tan mal tras las rejas, porque también en la prisión era popular, y porque, quizá, la mano invisible del Dr. Madero, que era su admirador, le pudo proveer algún género de protección.

 

Al quedar en libertad, sin horizonte laboral ni artístico y con sus vínculos políticos en retroceso, se habría hecho conspirador. Y aquí aparece el problema de los motivos, cuya interrogación no conduce a ninguna respuesta fehaciente. Lo más reiterado es que fue comisionado (¿por quienes?) para asesinar a Pancho Villa y librar de tal guisa a México de aquel azote sanguinolento. En esos trámites andaría, quizá, cuando la Fortuna (deidad caprichosa, como de costumbre) le volvió la espalda y fue apresado, pero esta vez por las milicias revolucionarias del Norte, menos impresionables ante los encantos del argentino carismático.

 

Nada sabemos de su proceso ¿Lo delató una fémina celosa y revanchista? ¿Lo vendió la envidia de un enemigo solapado?. Vaya uno a saberlo. Sus destrezas como jinete (recordemos que fue oficial de Caballería en nuestro Ejército) no parecen haber despertado ni la admiración ni la curiosidad de Villa. Hasta su porte inocultable de clase principal pampeana pudo ser haber sido un hándicap, a la vista del ex bandolero y avezado cuatrero devenido exitosamente en líder agrarista y militar sin academia, aunque por cierto bastante escurridizo e ingenioso.

 

Más aún (y lo que sigue es conjetura enteramente mía), Villa se mostraba inclinado a la espectacularidad mediática: recordemos que se hacía acompañar habitualmente por periodistas, se complacía en que lo fotografiaran y hasta llegó a firmar, ese mismo año de 1914, un contrato con el productor hollywoodense D. W.  Griffith para rodar una película que exaltaba sus correrías y donde él mismo actuaba escenas en vivo. ¿Pudo ver en aquel artista popular y valeroso que era Mujica (admirado por los hombres, encantador ante las mujeres y presumiblemente de ideas más bien conservadoras) a un competidor de su propio estrellato? ¿Pudo sentir celos de quien demostraba unas cualidades carismáticas que él pretendía monopolizar? Es un interrogante que, hasta ahora, nadie se había formulado. Lo que llama la atención es que la muerte de Mujica haya ocurrido cinco meses después del estreno de la película, que fue en mayo.

 

Corrió la versión de que el argentino lo desafió a Villa a pelear de hombre a hombre (tal vez sería un duelo a pistolas, porque su puntería era virtualmente infalible), como remedando aquel desafío sin efecto, dirigido por Marco Antonio al joven Octavio, en la tragedia shakespeariana. Pero el líder revolucionario, como el romano desafiado, habrá calculado que tenía “veinte mejores maneras de morir”, que a manos de un gaucho bravío sudamericano. ¿Para qué arriesgarse? El “centauro del Norte”, como lo apodaron sus seguidores, no llegó a batirse con ese formidable “centauro del Sur” que era Mujica. Y desde ya que nuestra mente se entretiene en imaginar el duelo frustrado.

 

Dicho sea de paso, en 1919, otro condenado, el viejo José de la Luz Herrera, pasado al bando carrancista, lo convidó a duelo a Villa y le escupió la cara, sin provocar otra reacción de honor que su respuesta: -Para que le duela más, antes de morir Usted, va  a ver cómo trueno a sus hijos-“. Tras lo cual los mató disparándoles en la frente, a la vista del padre, que siguió la misma suerte, sin dejar de maldecirlo.

 

Lo cierto es que, en el caso de Mujica, cuando los fusiles tronaron su descarga cada bala buscó su derrotero sobre el condenado, atado de pies y manos, pero erguido todavía con la hidalguía altiva de su tierra bonaerense. Un muro encalado fue su lápida primera y el espejo temprano del resplandor de un sol de octubre. El sueño de triunfar en España quedaba para siempre truncado, a sus 39 años, en el poblado llamado Aguascalientes, donde por aquellos mismos días sesionaba una convención de los jefes revolucionarios, gobernadores y generales. Tres de sus compañeros de jineteadas regresaron a la Argentina en condiciones poco menos que miserables y despojados ilegítimamente de sus aperos, que fueron retenidos allá, junto con los de Mujica, como trofeos fáciles, arrebatados sin batalla.

 

Hace ya casi diez años años, el señor Raúl Galarza (a quien no conozco pero he leído con provecho) publicó una semblanza de Mujica, aprovechando la información verbal que le facilitó el sobrino del personaje, don Mario Arnaldo Mujica Kearney (quien en 2005 tenía 83 años). Puede leerse en docentesytics.wordpress.com/tag/francisco-laudelino-mujica-quinones. En ella he abrevado, junto a otras escasas fuentes, para redactar este texto.

 

Y aquí vuelvo a la cuestión del “gauchismo” de Mujica.

 

Hay en la crónica de Galarza un punto interesante, relativo a la ubicación social de personaje. No debe engañarnos el mote de “gaucho” que le dieron en su tiempo con intenciones de marketing: si bien lo era por su cuna y su crianza campera, y por sus destrezas en los menesteres del gauchaje, sin embargo, aquel seudónimo puramente artístico recaía sobre un caballero de clase terrateniente, un católico respetuoso de la práctica del precepto dominical, un hombre culto y simpático, refinado en sus gustos y afeites, sabedor de la etiqueta mundana, aunque inclinado a una existencia más “bohemia” para los parámetros de la época. Era, quizá, como Gardel o como Newbery, un auténtico “desclasado” (que no es lo mismo que “descastado”), cuyo señorío atravesaba transversalmente todos los estereotipos sociales, y lo instalaba en el firmamento del imaginario colectivo como un astro superior con resplandor propio.

 

Insisto en que Villa (o alguno de sus adlátere) bien pudo sentir un arrebato de recelo envidioso ante el argentino que lograba hacerse querer y admirar por el pueblo, sin necesidad de saquear haciendas, de despojar retablos o de verter tanta sangre como se vertía en el teocalli, durante un sacrificio azteca. Villa lograba el efecto de “popularidad” en la vertiente  barbárica y adulona de la horda,  a un costo criminal, llevando la praxis del homicidio personal a la escala colectiva de la guerra; de suerte que sus ejércitos terminaron siendo la prolongación de su propia mano asesina, que no se detenía ni ante mujeres desarmadas (recuérdese el caso de las 80 “soldaderas”, ejecutadas preventivamente en Camargo, en 1915) ni ante la totalidad de una población masculina inerme, masacrada en San Pedro de la Cueva, no privándose de violar a las mujeres de la aldea. Porque Villa mataba por cálculo, por enojo, por venganza plebeya y hasta por mórbido placer, por “monomanía” como alguien dijo, casi por deporte, según lo ha demostrado la más reciente historiografía seria, de la mano de Reidezel Mendoza (“Los crímenes de Francisco Villa”),  o Friedrich Katz (este último acuñó la frase de “el negocio de matar”, como rutina metódica del “villismo”), o los comentarios categóricos de Aguilar Camin en su blog “Divagario” (que tanto más simpático me cae ¡cuando cita a nuestro Borges!).

 

Naturalmente que los escritores inclinados a la construcción mitológica, como Martín Luis Guzmán, se han ocupado de la metamorfosis de Villa, borrándole el prontuario sanguinario (que él mismo había conocido y hasta temido, como contemporáneo) y erigiéndolo en símbolo redentor de la grandeza revolucionaria. Incluso el año 2023 fue consagrado en México como “Año de Francisco Villa, el revolucionario del pueblo”…Un título que, puestos a elegir, mejor le cabe al verdadero caudillo del campesinado pobre, que fue Emiliano Zapata, autor del Plan de Ayala y quizá el líder más icónico de aquella revolución que, aunque tuvo motivos de sobra para alzar su enojo ante la opresión de las clases pobres, perdió el norte de la racionalidad en sus métodos.

 

Pero dejemos de lado este asunto, que más bien deben dirimir los historiadores mexicanos, aunque el expediente ya ha acumulado suficientes fojas como para pronunciar un veredicto, más cercano a la verdad que el discurso populista oficial, que pone a Villa en el podio hagiográfico de los héroes, a pesar de su impedimenta aberrante de violencia sistemática.

 

Volviendo al tema del gauchismo a comienzos del siglo XX, voy a echar mano a una cita de Carlos Octavio Bunge, tomada del manual de lectura “Nuestra Patria”, edición de 1910. Precisamente el año en que Mujica hizo su fulgurante aparición en Buenos Aires.

 

El enfoque “martínfierrista” de Bunge (que haría revolverse en su tumba a Sarmiento y a los otros salvajes unitarios) es apologético, provocador y casi elegíaco, respecto de la pasada gloria y la subsiguiente miseria del gaucho; el párrafo es largo y voy a abreviarlo. Dice así:

 

Por su intenso amor al nativo suelo, aunque no poseyese sino confusa idea de la patria, nunca desoyó el gaucho su llamamiento. Ayudó a rechazar las invasiones inglesas, a las órdenes de Liniers. Siguió a Belgrano, a San Martín, a todos los generales de la guerra de la Independencia. Cuando las luchas de la organización nacional, formó las huestes de los caudillos rurales que levantaban pendón y caldera. Mas, apenas organizada la república, al concluir con las resistencias del indio fronterizo, caducó su gloria. En el último tercio del siglo XIX, falto de papel en el drama de la vida, estaba como demás sobre la tierra.

 

La decadencia del gaucho comenzó entonces, cuando se introdujo en los campos la ficción de la democracia. El juez de paz, el comandante y el comisario le explotaban, especialmente con motivo de las parodias electorales; arreábasele a los comicios, como en rebaño. Quien se insubordinaba contra el caudillo oficialista sufría atroz perseguimiento…

 

Por supuesto, Bunge no ignoraba los defectos del gaucho, que también menciona: arrogancia, tendencia vengativa, incuria y falta de método en el trabajo. Pero, si se hizo cuatrero, fue por necesidad y no por codicia, porque no estaba en su talante el ser ladrón. Y en este rasgo de “probidad” veía Bunge la distancia psicológica y el “escaso entroncamiento” del gaucho respecto del indio, a quien le endilga que “jamás cumplió su palabra ni respetó propiedad ajena”.

 

Y llegamos al presente desde el cual escribía Bunge, a ese momento aurático del siglo XX que era el año del Centenario ¿Qué concepto tenia la sociedad argentina del gaucho? Según Bunge, no era apreciado del todo, apenas se lo toleraba, viendo en él una “potencia de retroceso y de barbarie”. Y a continuación se describe la causa de este concepto:

 

Es que confunden las cualidades con sus correspondientes defectos, y las épocas y los sujetos. Desconociendo lo que fue el gaucho auténtico, el histórico, el héroe de las pampas, se da ahora este nombre, más que al legitimo producto de su mezcla con el inmigrante, a ciertos espurios imitadores, como el compadrito arrabalero y el matón de pulpería, que, so color de gauchismo, ignoran las virtudes de su pretérita grandeza, para imitar los vicios de su presente decadencia. Hora es de reaccionar contra tan injusta impresión. Precisamente, para destruir la caricatura abominable ¿no será el medio más eficiente conocer y honrar al original? El gaucho ha muerto. No pudiendo sobrevivir a las nuevas condiciones ambientes, no pudiendo sobrevivirse a si mismo, el gaucho ha muerto. No es ya más que un símbolo. Pero sus manes, por lo que antes encarnó su persona y hoy debe representar su recuerdo, no podrán menos de sernos propicios. Acaso su sombra vela sobre nosotros…”.

 

He allí la síntesis de lo que el “Gaucho Mujica” vino a encarnar en aquel momento: ese ancestral señorío sobre la tierra, que no apeló a despojos disfrazados de reformas agrarias, ni a saqueos sacrílegos, ni a crímenes atroces. Su transformación en “matrero” fue su tragedia ontológica, psicológica y personal (tal cual la pintó Hernández) que no convirtió en manifiesto ideológico ni trasladó al plano de la revuelta social colectiva.

 

Al emplear la palabra “símbolo”, Bunge plantea, como un eco cristalino que nos viene del ayer, lo que decíamos al comienzo: hay todavía un fenómeno de identidad en ese gaucho anacrónico y heroico que Mujica venía a perpetuar en sus actuaciones y en su ethos personal. Lo mismo que en aquel atavío gaucho que siguió vistiendo Gardel, incluso muchos años después de sus primeras actuaciones.

 

Una vez más: Laudelino Mujica merece también esa cuota de recuerdo argentino que, por ahora (porque el mañana es incógnito), le seguimos dispensando a Carlos Gardel.








jueves, 22 de agosto de 2024

UN TEMPRANO INTERÉS EN LOS ÁRBOLES HISTÓRICOS NACIONALES

Por Oscar Andrés De Masi

Para Viaje a las Estatuas, 22-VIII-2024

 

En más de una ocasión, al hablar de los árboles históricos con declaratoria nacional (a los cuales dediqué un libro  que auspició la Comisión Nacional de Monumentos en el año 2012), al final de mis clases me suelen preguntar desde cuándo me interesaba aquel tema que combina el vector de la historia con el aprecio al árbol. Ambas invariantes, la historia y los árboles, están en mis genes.

 

Al ser consultado, pues, respecto del momento exacto donde ubicar el punto de partida de mi interés por los árboles históricos, sólo atinaba a responder con una vaga reminiscencia, rotulada con la frase, casi convencional: -"Desde muy joven..."-

 

En efecto, sabía que hurgando en los meandros de una memoria evanescente podía, quizá, llegar a ese instante de epifanía, cuando se me reveló, por vez primera, la existencia del fenómeno real de un árbol histórico concreto. Y aquel instante estaba allá lejos y hace tiempo, mucho más remotamente que la lectura de la obra de Enrique Udaondo o los archivos de Levene, que fueron fuentes tan inspiradoras de mi ensayo del año 2012.

 

Y, al fin, aquel punto de partida apareció por sola serendipia este año, revolviendo fotos viejas junto a mi madre y mi hermana.

 

La foto en blanco y negro que ilustra este comentario la tomé en Candelaria (Misiones) durante un viaje de familia. Debió ser allá por el año 1975 o 1976, no podría precisarlo. La obtuve gracias a una cámara Kodak Brownie Fiesta, enteramente hecha en plástico gris claro. Fue un regalo de mis padres. Hoy sería un objeto vintage y vaya a saber dónde fue a parar.

 

Con esa máquina que parecía un juguete y sin ningún entrenamiento ni protocolo teórico previo, empecé la práctica de la fotografía, pagando con mis ahorros la compra de los rollos y el costo del revelado (aunque, a decir verdad, no pocas veces me subsidiaban mis viejos). Recuerdo que prefería las películas en blanco y negro, en parte por alarde expresionista, pero más todavía por economías, porque eran más baratas que los films de color.

 

Pero volviendo al árbol misionero, que allí se ve encadenado y con su fuste horrendamente pintado a la cal para repeler a las hormigas, se trata del célebre "sarandí blanco" a cuya sombra el general Belgrano descansó y divisó la ruta del cruce del río Paraná, en su fallida campaña al Paraguay. Recuerdo que nos detuvimos junto al árbol y mi madre nos leyó, a mis hermanos y a mi, un cartel que indicaba el hecho histórico, mientras contemplábamos la orilla opuesta del río, tratando de imaginar el cruce del ejército y su impedimenta.

 

Fue declarado Árbol Histórico Nacional mediante la Ley 25.383 del 30 de noviembre de 2000; aunque ya desde 1947 se venían realizando gestiones provinciales para su valoración patrimonial. Obviamente, al tomar la fotografía, ignoraba el tecnicismo de su declaratoria. Pero, a medida que mi madre nos leía la reseña, mi mente recreaba la escena del pasado, y no dejaba de asombrarme que el ejemplar siguiera vivo. Se ha dicho que en la actualidad, el que existe en Candelaria es un retoño clonado del original, que estamos viendo en la imagen. Al parecer, el viejo sarandí comenzaba a secarse y ello movilizó la operación científica de clonación. Pero no dispongo, ahora, de más datos.

 

En cuanto a la ubicación, recuerdo que se hallaba en la vereda de una dependencia pública, que podía ser la Prefectura o una Comisaría, aunque se me torna resbaladizo el detalle. Si hoy ha sido mudado a otro sitio, como parece que ha ocurrido, al menos esta foto, asaz defectuosa, que estamos viendo (mea culpa!), registra fehacientemente su anterior lugar y su aspecto, hace ya más de cuarenta años. No es poco.








martes, 16 de julio de 2024

MEMORIAS DEL PASADO RURAL DE LOMAS DE ZAMORA

Un escueto aviso publicado en Los Debates el 2 de junio de 1852, apenas cuatro meses después de la caída del gobierno de don Juan Manuel de Rosas, da cuenta de aquel pasado rural, como poblado de campaña que aún no alcanzaba su autonomía municipal. El aviso pertenece a la colección de impresos antiguos de OADM.