Por Oscar Andrés De Masi
“32.000 kilómetros de
aventuras” es
el título que resume la distancia y los avatares de una travesía en automóvil,
desde Buenos Aires hasta Nueva York, durante los años 1928 y 1929. El ideal de
confraternidad americanista, según los autores, podía fortalecerse con una
política de vialidad capaz de vincular a los países limítrofes del continente.
He allí el motivo, casi idealista, de esta curiosa aventura que, de paso, venía
a probar, también, la calidad de los automóviles Chevrolet, en una época de puja comercial entre las distintas
fábricas automotrices que aspiraban a conquistar los mercados del sur
continental.
El relato fue
publicado en 1930 por los protagonistas principales, los hermanos Adán y Andrés
Stoessel, bonaerenses, hijos y nietos de alemanes. El abuelo había llegado en
1878 para establecerse en tierras de colonización en Hinojo (Olavarría). Don Miguel
Stoessel, fundó la colonia “San Miguel”, cuyo nombre vino a recordarlo, junto
con un paseo y un museo locales, de más reciente apertura.
Uno de sus hijos,
Andrés, llegado a la edad de 18 años, decidió instalarse por cuenta propia en
1880, y en 1897 se radicó en Coronel Suarez, donde organizó la estancia La Curumulán. En 1919 entregó la
administración a sus hijos .
Los hermanos Stoessel
se propusieron demostrar empíricamente la viabilidad de una carretera
literalmente “panamericana”, en un tiempo en que se hablaba de ella con una
mezcla de promesa y de utopía. Utilizaron un Chevrolet “de serie” y pusieron rumbo al norte, junto al mecánico
Humberto Tontini y al acompañante Carlos Díaz.
A tenor de su
narración, sus peripecias fueron incontables y pudieron superarlas con ingenio,
con la cooperación de las poblaciones nativas y sus fuerzas vivas en muchos
casos, y con la ventaja de hallar en el camino las filiales del Automóvil Club
Argentino. Y, por supuesto, gracias a la resistencia del vehículo elegido. El
último capítulo del libro es, virtualmente, un panegírico de la empresa General
Motors y sus procesos industriales. Antes de llegar a Nueva York, los viajeros
pasaron por Detroit, “la cuna del
Chevrolet”, donde fueron recibidos por los más altos ejecutivos de la
compañía, y pudieron visitar la planta industrial y sus laboratorios de
pruebas, lo mismo que el campo de ensayos de Milford. Antes que ellos, no
muchos argentinos (quizá ninguno) habrían sido huéspedes agasajados en una
visita semejante.
Soportaron caminos
inhóspitos en las selvas peruanas o en los páramos colombianos, debieron
sortear ríos y arroyos, padecieron inclemencias en las alturas cordilleranas y
lluvias torrenciales, fueron presa de mosquitos, eludieron por poco a los
caimanes del Magdalena y a los bandoleros nicaragüenses (bandas residuales de
la diáspora del “sandinismo”, pero sin Sandino) y, tras llegar al destino
pretendido, regresaron a la Argentina, mientras el Chevrolet permaneció como un recuerdo glorioso en el Museo de la
General Motors en Detroit.
Por otra parte, el
viaje sirvió como comprobación del prestigio que el nombre de Buenos Aires,
como gran capital de timbre europeo, concitaba en el resto de Latinoamérica .
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