A Carlos Hilger no lo veía desde tiempo atrás, y lo reencontré hace unos cinco años, por intermedio de Julio Cacciatore. Los temas de conversación no habían variado, aunque la maduración era diferente: la arquitectura, los seudo patrimonialistas vernáculos, el edificio Barolo y Palanti, la masonería, la Divina Comedia, Napoleón Bonaparte, Perón y el peronismo, Dante y sus cenizas, las mañas de los ambientes académicos, y, de nuevo, Dante, Palanti, Perón y Barolo…e ntre otras cosas.
Carlos poseía una inteligencia aguda y
mordaz, nimbada por ese ineludible pesimismo que encierra todo sarcasmo. Pero
no era un ser amargo: al contrario, su talante lo inclinaba al humor verbal y
al juego de palabras. Su convicción política era explícita y coherente con su
itinerario personal. No era proclive a las concesiones pasteleras para con los
mediocres, los camaleones ideológicos o los impostores intelectuales y morales.
Cultivaba también cierta atracción por el
recóndito universo de las rariora, arcana y aenigmática, aunque siempre
hallaba una salida profana. Su conocimiento de la arquitectura moderna era tan
sorprendente y connatural como su versación dantesca. Lo recuerdo, recitando de
corrido largos párrafos del Infierno, en los cuales acentuaba la
pronunciación italiana.
La tertulia con Hilger y Cacciatore ocurría,
frecuentemente, en un lugar impensable para el convivio sapiencial: en
la pizzería La Torre, de Retiro. De ese punto de encuentro sin pretensiones de
elegancia, hicimos, por costumbre, un ámbito de causerie con ínfulas
eruditas, que se prolongaba por no menos de tres o cuatro horas.
La preocupación por el patrimonio identitario
argentino (su destrucción, su degradación, su falseamiento) era últimamente un
punto de convergencia en nuestra agenda. Paralelo a “su” personal obsesión por
aclarar en vano ante los medios de prensa, que no eran suyas muchas de las
teorías esotéricas que erróneamente se le atribuían, a propósito del Palacio
Barolo, cuyo “guión turístico” era también, para él, era una especie de cruzada
personal.
Recuerdo ese homenaje que tributamos en el
cementerio de la Recoleta al egregio lingüista Matías Calandrelli: los únicos
asistentes fuimos Cacciatore (que escuchaba respetuosamente), Hilger (que
filmaba respetuosamente) y yo (que leía el discurso). Fue algo cercano al
bizarro, pero muy conmovedor.
Firmamos juntos (Carlos y yo) una nota para
la revista Habitat el 12-X-2021, en la cual le pusimos nombre propio a
la estulticia “cholula” y oportunista de encontrar valores patrimoniales
relevantes y ejemplares en un chalet edificado en una azotea, frente al
Obelisco, en flagrante infracción municipal epocal. Como dije antes, Hilger no
hacía concesiones a la frivolidad. Yo tampoco y tampoco Cacciatore. Quizá por
eso, mayormente, nuestra afinidad era instintiva.
Nos vimos por última vez hace unos meses, de
visita, también junto a Julio, en el local anticuario de Enrique Espina Rawson,
donde la charla versó acerca de las cosas porteñas de antes.
Et in Arcadia, ego… la muerte nos privó
del brillo de su presencia y las ironías de su ingenio, pero no logra
arrebatarnos el privilegio amical de recordarlo, mientras Carlos habite (desde
el viernes pasado), por distancia y por vastedad, en los piélagos de la
memoria.
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