Por Oscar Andrés De Masi
A Julio Villalonga lo conocí en setiembre
de 2020, cuando nos presentó en La Biela el común y querido amigo
Ignacio Bracht. Desde aquel día, el celebérrimo bar recoletano sería punto de
encuentro habitual para los tres. Allí tomamos el último café, el 7 de febrero,
en el tórrido verano de este año.
Recuerdo que esa tarde hablamos de
política, que era el tema recurrente, pero también de historia, de libros y del
uso del lenguaje, que eran temas igualmente recurrentes. Y recuerdo, además,
ese momento inesperadamente más intimista de la conversación, cuando al pasar
comenté lo afectado que me sentía por la muerte reciente de Simón (un gatito
persa muy bondadoso, a quien yo quería como a un hijo). La reacción de Julio y
de Ignacio fue de una inmediata empatía: ambos evocaron con visible emoción la
pérdida de sus mascotas (perritos enfermos que debieron ser sometidos a
eutanasia, en los dos casos) con el paroxismo coral de una cicatriz abierta, de
la cual aún manaba la sangre de la pérdida.
En ese instante, fugaz como un parpadeo
pero profundo como un océano, comprendí que, en el fondo, lo que cimentaba
nuestro vínculo no eran los tópicos que desgranábamos en cada reunión, sino aquel
“sentido de la humanidad” (Gefühl für Humanitat), que siguió enarbolando
un agonizante y tembloroso Immanuel Kant como soporte moral de su existencia.
Ahora, en una mesa de La Biela, venía
yo a descubrir que en la capacidad de compasión y de amor hacia los animales
también fincaba un núcleo de afinidad que ya antes sabía compartido con
Ignacio, pero que ignoraba que, además, podía compartir con Julio. Fue una epifanía
que, en este momento de miradas retrospectivas, provee una clave más para
interpretar la figura humana íntegra de Julio Villalonga.
Forzosamente -porque en menos de tres
años nadie consume una talega de sal, medida que Aristóteles estipulaba como el
mínimum para cimentar una amistad-, nuestro vínculo fue fronterizo:
cercano a la amistad pero a la vez incompleto, porque donde sobró la empatía
faltó el tiempo. Y por ello debo excusarme, en este memorial que me dicta el
afecto y la gratitud, de evocar otros aspectos de la personalidad de Julio que,
aunque pude intuir, no alcancé a frecuentar.
Sin perjuicio de ello, me permito espigar
en mi memoria un par de notas profesionales ostensibles en él, que advienen, a
la vez, al modo de cualidades éticas, advirtiendo, con Aristóteles nuevamente,
que la “cualidad” viene a ser el accidente más estable del sujeto, y que le
pertenece como rasgo distintivo de su carácter.
El análisis periodístico era en
Villalonga, a mi juicio, una constante. Quiero decir con ello que cualquier
aspecto de la actualidad (ya que de eso se trata el objeto formal del periodismo
en el sentido más clásico y decente) era para él susceptible de ser analizado.
Su argumentación quedaba atada, pues, a las formas de una dialéctica rapidizada
por un pensamiento fluyente y siempre fundamentado en hechos de la realidad y
en lecturas maduradas, de tal guisa que lo ideológico nunca era una
interferencia en su conversación.
Si su pensamiento acerca de la
degradación política y social argentina era seriamente crítico, tenía la
lucidez suficiente para identificar las raíces culturales de esa vertiginosa
decadencia. Sabía de sobra que, en este plano, la Argentina conoció tiempos
mejores y logros más airosos. Por eso indagaba, afanoso, en la factualidad de
una historia no tan distante de nuestros días. Su entrenamiento como polemista
y su capacidad como lector le facilitaba esa operación interpretativa que, a
diferencia de muchos de sus colegas de oficio, lo alejaba de cualquier cliché
prefabricado. Por eso daba gusto escucharlo, aun cuando la coincidencia con su
enfoque no fuera del 100%.
En cualquier caso, sus afirmaciones se
basaban, invariablemente, en un cúmulo de decantada información y se orientaban
(también invariablemente) en el sentido de un genuino patriotismo. Pensar y
repensar la Argentina, en el marco de una batalla cultural actual y no en
potencia, era un ejercicio intelectual que para Julio valía la pena sostener,
sin caer ni en la ingenuidad naive ni el cinismo de la corrección
política agendista.
La preservación del portal Gaceta
Mercantil como un medio independiente, en el marasmo babélico de
plataformas digitales o periódicos impresos, sesgados y direccionados de acuerdo a intereses extrínsecos al hecho
noticioso en si mismo, fue poco menos que una epopeya. Sabemos de sus desvelos
por obtener auspiciantes, sin renunciar un ápice a la imparcialidad como
editorialista y al pluralismo de ideas como consigna de contenidos. En este
último aspecto, supo dar cabida a las posiciones más variadas y jamás impuso a
quienes colaboramos en Gaceta Mercantil censuras previas ni otro tipo de
condicionamiento a la libertad de expresión. En mi caso, publicó todos los
artículos de tema histórico o artístico que le envié, sin cambiarles una coma,
reservándose la única y legítima atribución de poner él los títulos, por obvias
razones de mejor edición.
Pero no se crea que su generosidad para
con los autores hacía del portal una suerte de colectora universal y sin criba
de toda cosa escrita que le fuera remitida. En absoluto: era en sumamente
estricto en cuanto al rigor de los contenidos (cualquiera fuera su vertiente de
ideas) y, muy especialmente, en lo tocante al correcto uso del idioma español.
Por otra parte, esa agilidad de lectura que poseía lo convertía en un editor
vertiginoso. Recuerdo haberle enviado alguna nota y verla retitulada,
subtitulada, ilustrada y publicada, en cuestión de minutos. Hasta el día de hoy
no logro explicarme semejante velocidad de edición.
De la trayectoria profesional de Julio
Villalonga y de sus libros no hablaré, porque de seguro otros lo harán mejor
que yo. Pero no quiero omitir la mención de un proyecto que venía fermentando
en su pensamiento desde hacía tiempo, que compartió en más de una ocasión
conmigo y con Ignacio, y que tiene que ver con la acertada elección del nombre Gaceta
Mercantil y su genealogía como órgano de prensa: el homenaje a la pionera
Gaceta Mercantil que comenzó a aparecer en Buenos Aires en 1823, y cuyo bicentenario
se cumple este año. Un libro ilustrado, con su historia, se perfilaba como un
tributo apropiado.
En aquel encuentro del pasado 7 de
febrero, el asunto regresó a la mesa y volvió a concitar entusiasmo unánime.
Acordamos comenzar a sistematizar los antecedentes de archivo, para vernos
nuevamente en un par de semanas o poco más, según el tratamiento médico se lo
permitiera a Julio. Y al despedirnos en la vereda con un acostumbrado abrazo, y
verlo partir con paso tranquilo (porque quiso regresar a su casa caminando),
atesoramos la frágil esperanza del reencuentro.
Para quienes creen en la promesa
religiosa de una vida futura, ese convivio pendiente podrá ocurrir un
día, en la inmensa eternidad empírea que vence al tiempo. Para los más
escépticos, queda la verdad, no menos inmensa, que se reitera ante cada amigo
que emprende la partida irrevocable, y que el poeta español cinceló en palabras
lapidarias: nos dejó harto consuelo su memoria.
A Julio Villalonga lo vamos recordar, sin
duda. Porque ya comenzamos a extrañarlo.
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