Por Oscar Andrés De Masi
La figura del escultor italiano radicado en
la Argentina, Luigi Trinchero, ofrece el contraste de una carrera brillante y
de una producción artística tan excelente como abrumadora, versus una
fama actual muy inferior a sus méritos. No es extraño ni es el único caso en
nuestro medio. De ahí que este libro que comentamos (Luigi Trinchero, el
escultor del Teatro Colón, Maizal ediciones, 2021), cuyos autores son María
del Carmen y Gustavo Trinchero, nietos del escultor, viene a llenar un vacío en
la bibliografía y a reparar un hueco en la memoria histórica de las artes
plásticas en nuestro país. Era, pues, un libro necesario.
Trinchero había nacido en el Piamonte en
1862, y tras haber fraguado su vocación y acrisolado su idoneidad en la
Academia Albertina de Turín (cuyo plan de estudios había sido reajustado por el
maestro Odoardo Tabacchi), y luego de sus primeras experiencias creativas en
Niza, en Faenza y en Florencia, llegó a Buenos Aires el 29 de octubre de 1888,
con la cabal maestría del oficio. Por entonces, las obras públicas y privadas,
tanto en la Capital como en La Plata, demandaban arquitectos, ingenieros,
artistas plásticos, técnicos y operarios, mayormente italianos, que
concurrieron al embellecimiento de la edilicia en ambas ciudades.
Vinculado desde el comienzo a colegas
establecidos entre nosotros (como Victor de Pol) y a otros “oriundi” que
ya no retornarían a su patria, su inserción laboral fue rápida (pese a la
crisis de 1890 que dió término a la presidencia de Miguel Juárez Celman) y su
arraigo fue definitivo. Aquí formó una familia, aquí trabajó y aquí murió en
1944. Como tantos compatriotas, se había asociado al Círculo Italiano en 1908.
De sus obras llama la atención no sólo la
ostensible calidad (aquella matriz académica italiana no hubiera fallado en
materia de escultura), sino también la inspiración por momentos fantasiosa de
sus temas, la riqueza expresiva y el pathos de su modelado y el volumen
cuantitativo de su producción. Tal vez las esculturas más conocidas (aunque
para el observador no resulte tan reconocible su autor), o al menos las más
visibles (aunque pocos reparen en ellas), sean aquellas que decoran el Teatro
Colón (la totalidad del programa estatuario y decorativo le pertenece), el
relieve en el tímpano de la basílica de La Piedad, la puerta de bronce en el
edificio del Centro Naval, el relieve en el mausoleo de Roverano y las
esculturas en la bóveda Bettinelli en el cementerio de la Chacarita, los bustos
en la fachada de Unione e Benevolenza, las decoraciones en el Salón Dorado
del diario La Prensa, el monumento a Martín Rodriguez o la imagen de Stella
Maris en Mar del Plata.
Es digno de anotarse que apenas quince años
de arraigo en un país lanzado al anchuroso horizonte de la grandeza (y capaz de
asimilar a los extranjeros dispuestos a cimentar con su trabajo esa grandeza)
le permitieron artista italiano que llegó al Río de la Plata sin hablar nuestro
idioma, obtener la encomienda más relevante de su larga carrera: ornamentar con
una miríada de esculturas y relieves el teatro lírico par excelente de
la República Argentina. Un logro que tantísimos otros escultores hubieran
deseado concretar.
Pero la vastedad de su catálogo excede en
mucho a una prieta enumeración y se extiende a los grupos de figuras en el
coronamiento de numerosos edificios, estatuas en residencias particulares (como
en el “castillo” de Naveira), bustos de próceres y de celebridades y alegorías
ornamentales. De no menor cuantía y valía es su obra perdida, ya sea en
edificios demolidos o a causa de la imposibilidad de establecer el paradero
actual de tal o cual pieza. Asimismo, entre una variedad de proyectos no
ejecutados, se destacan, entre otros, los monumentos a Leandro N. Alem o a
Garibaldi, y unas fuentes ornamentales que propuso para la ciudad de Buenos
Aires, sin éxito.
Ciertamente no fueron los grandes monumentos,
sino otros trabajos de indudable calidad los que, en su momento, le dieron
dieron fama y posición, aunque paradójicamente, tal vez el carácter
"decorativo" de aquellas obras, iba a advenir como la coartada de una
miope y reductiva mirada crítica que, décadas después, dejaría rezagado
injustamente su nombre (casi hasta el olvido) en el elenco de los grandes
escultores del país. En cualquier caso, la mengua de sus encomiendas
artísticas, que no disminuyó su prestigio en vida, debe relacionarse con la
moda de esa vanguardia racionalista que comenzó a despojar a las fachadas, los
remates, los cielorrasos, las cornisas y las enjutas, de adornos escultóricos.
El cierre de su taller en la calle Sarandí fue no sólo el final de un ciclo
para él, sino la metáfora del ocaso de una época dorada del decorativismo en la
arquitectura porteña. Lamentablemente no formó escuela ni prolongó su
magisterio en ningún discípulo, aunque un nieto suyo que lleva su mismo nombre
de pila se ha destacado como ceramista. Pero él no alcanzó a saberlo.
La vida de Luigi Trinchero, aún con las notas
singulares e intransferibles de su biografía personal, calca la aventura de
tantísimos inmigrantes italianos que arribaron a estas tierras, y que fueron
portadores no sólo de sueños de éxito y progreso material, sino también, tanto
de las finezas espirituales de esa gran nación que era su patria de origen,
como de las destrezas técnicas y el empeño laborioso para concretar a destajo sus
utopías.
En ese sentido, y aunque parezca un cliché
(que no por muy repetido deja de ser verdadero), los hombres y mujeres como
Trinchero siguen siendo un ejemplo iluminador para esta neo Argentina desconcertante,
que se muestra pródiga en el dispendio de subsidios a favor de quienes no
trabajan, a contrapelo de aquellos valores que debió enarbolar como una
oriflama existencial el escultor piamontés: que el salario se gana con el sudor
del propio esfuerzo. Y, de paso, que la belleza se conquista con el largo
estudio y la disciplina del oficio.
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