Jorge Tartarini (izquierda) junto a Oscar Andrés De Masi,
en una pausa del rodaje de RecorreMonumentos (episodio "El tren de la Historia").
Por Oscar Andrés De Masi
Para
http://viajealasestatuas.blogspot.com.ar
Junio 2019
Frente a la partida prematura y
definitiva de un amigo, la palabra -maguer su pretensión definidora- se muestra
indigente… Y es casi una ironía, ahora, cuando se trata de evocar a quien hizo
de la economía de palabras, un perímetro demarcador de su propia discreción y
un hábito de equidistancia entre su cosmos interior y la alteridad constante
que impone la cotidianidad y el desempeño profesional.
¿Qué era, en el fondo, aquel silencio
reconcentrado y circular como un caulícolo, de un hombre que, puesto en
posesión de las palabras cuando la circunstancia lo requería, podía
articularlas en discursos precisos y dotados de sentido? ¿Qué era aquel
silencio sino el resguardo de un yo-en-acto-reflexivo, que no desea invadir ni
ser invadido, que no desea interrogar ni ser interrogado?
Porque Jorge Tartarini no era el sujeto-mudo
que Max Piccard (el autor de El mundo del silencio) advertía en la estatua egipcia, sino más bien
el sujeto-silente que el mismo autor descubría en la estatua griega. Del
mutismo al silencio media, precisamente, una distancia que va del vacío a la
plenitud del ser. Se trata de una distancia ontológica. Porque sabía callar,
hablaba con sentido y, sólo, de aquellas cosas que abarcaba su campo del
conocimiento.
De eso se trataba, quizá, la tensión de
su ethos melancólico. Del conflicto platónico de un espíritu ilimitado
en sus apetencias de saber, pero constreñido a la finitud de un tiempo humano,
de suyo escaso. Ephémerói, decían los griegos: lo que dura un día…
Jorge era, a su modo un romántico en
constante búsqueda de puentes conciliadores entre un clasicismo canónico y una
modernidad omnipresente. Lo cual explica, con suficiente lógica, su vocación
por el patrimonio industrial, ferroviario y del saneamiento, y su admiración,
por momentos nostálgica, por los logros industriales de los países del Norte,
pero también de una Argentina pretérita que, alguna vez, se lanzó sin complejos
a la épica del progreso. Esa Argentina proteica se tensaba, en su mirada, como
un arco epocal que ponía en sus extremos y sin exclusiones, a la generación
liberal del 80 y a los logros justicialistas. Todo es historia. Y ese todo, ya
es patrimonio.
La modernidad de Jorge Tartarini era,
precisamente, aquella que no reniega de un pasado, sino que lo ubica en su
dimensión fundante, que es la dimensión de una memoria social respetuosa,
plural e identitaria. El Patrimonio Ferroviario (en su conjunto de inmuebles,
de mobiliario y de locomóviles) era el episodio plástico que reflejaba aquella
particular "maniera" de una belleza al servicio de una función. Era
la belleza silenciosa, discreta y austera de los pintoresquismos
neo-medievalistas, victorianos y eduardianos, puestos al servicio de una medio
de traslación maquinista, capaz de abarcar todos los paisajes.
Y esta vertiente configura,
indudablemente, un desarrollo personal de Jorge. Recuerdo con mucha nitidez sus
primeros pasos en aquel tema, cuando nos conocimos en el Centro de Estudios
Regionales de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, bajo la guía de
Alberto de Paula (fue De Paula quien me presentó, en 1981, a Jorge y a Gladys Pérez
Ferrando). Aquella impronta inicial "depauliana" se refería más bien
a la problemáticas territorial e histórica de las redes ferroviarias pampeanas,
y a los subsiguientes impactos en las economías regionales y en la
configuración urbana de los pueblos surcados por el camino de hierro. Así fue
al comienzo. Pero, a mi juicio, Jorge fue todavía más lejos y logró colocar al
Patrimonio Ferroviario en un lugar eminentemente identitario. A partir de sus
aportes, la arquitectura ferroviaria, el paisaje y la transformación de los
hábitos sociales adquirieron una nueva valoración. Así, al rigor del enfoque
científico y al tambor batiente de la épica ferrocarrilera, le sumó una sensibilidad
nueva, cuya resultante fue una "poética" del patrimonio industrial y
ferroviario.
El todo-patrimonial-ferroviario resultó,
entonces, de la mano de Jorge Tartarini, mucho más que la suma de las partes,
tangibles e intangibles. Y el hilo conductor de aquella nueva construcción de
lecturas y de sentidos, el meollo de aquella operación de
"semioforización" de los bienes ferroviarios, fue, sin dudas, su
mirada personal.
No sería en absoluto exagerado afirmar (como lo hago y con convicción) que la
re-significación del Patrimonio Ferroviario Bonaerense, en clave identitaria
tiene dos efectores principales: los Ferroclubes (mayormente en cuanto al
patrimonio móvil y a la memoria del oficio) y Jorge Tartarini.
La memoria del agua y del saneamiento en
la Capital fue otro de sus temas, derivado de su desempeño como director del
Museo de AySA, alojado en el Palacio de las Aguas. También en este campo, la
lectura tradicional del contenedor material monumental y de la épica de las
grandes obras de saneamiento, se entrelaza, en el discurso de Tartarini, sin
complejos, con las historias mínimas, con el detalle art & draft, con
el funcionamiento de una válvula o con el diseño de un artefacto sanitario. No
en vano sus visitas guiadas al edificio eran tan didácticas.
Con la diáspora del Centro de Estudios
Regionales dejé de ver a Jorge durante casi dos décadas. Y lo reencontré en la
Comisión Nacional de Monumentos en el año 2002 ( nuevamente de la mano de De
Paula), ya en plena madurez intelectual (la suya, no tanto la mía). Su
desempeño en ese organismo no se apartaba de aquel paradigma doble: de un
silencio que escuchaba y ponderaba, y de unas intervenciones verbales acotadas,
que asumían un tono equilibrado y una precisión derivada del expertise.
Era metódico y cumplidor con los las carpetas que se sometían a su dictamen (en
mi función de Vocal Secretario, jamás tuve que reclamarle, por morosa, la
entrega de un Informe). Pero, paralelamente, y dado que en la mesa directiva de
la Comisión nos sentábamos uno al lado del otro, era frecuente que me hiciera
comentarios en voz baja, off the récord (que no voy a revelar ni aquí ni
ahora). Su humor transitaba la ironía y les aseguro que, por momentos, me
costaba contener la risa.
Recuerdo especialmente algunos temas que,
por manda del Cuerpo Colegiado, trabajamos en conjunto y plasmamos en
documentos de redacción compartida: la interpretación del concepto de
"área de amortiguación" en Lomas de Zamora, la toma de posesión de la
Casa Leguizamón en Salta, la normativa sobre pautas de valoración, la
contención de las degradaciones en el casco urbano de San Miguel de Tucumán, el
lanzamiento del Programa Nacional de Patrimonio Industrial, las declaratorias
en la Isla Martín García, el "Puente negro" de Ensenada y otros tantos.
Fueron 11 años de tarea común y consensuada, formando equipo con él y con
Alberto de Paula y Juan Martín Repetto, y sumando luego a Pablo Willemsen para
los temas industriales. ¿Tuvimos diferencias de criterio? Muy pocas. Y nunca
llegaron a la instancia explícita de la mesa directiva: Jorge se consideraba
parte de un equipo y sabía alinearse en los consensos previos. No podría
decirse lo mismo de otros compañeros de ruta de aquella gestión). Sólo en una
ocasión discrepamos en público, a la hora de votar un tema (la declaratoria,
frustrada, de la tumba de Graciano Mendilaharzu). Se quedó pensativo el resto
de la reunión. Y al final, antes de emprender su habitualmente presurosa
partida a La Plata, se acercó a Repetto y a mi, y nos dijo: -Discúlpenme
che, que en esta vuelta no pude acompañarlos…- No hacía falta, pero fue una cortesía que,
ante todo, resguardaba la amistad.
Cuando Martín Repetto y yo nos
desvinculamos anticipadamente de la Comisión Nacional, en marzo de 2013, Jorge
prefirió quedarse hasta concluir su mandato, con la creencia naive de
poder continuar (maguer los heteróclitos elencos directivos que vinieron
luego…) el mismo rumbo que nuestra gestión le había impreso al Patrimonio
Monumental. Años después, tomando un café en Córdoba y Riobamba (ese espantoso Punta
Cuore donde solíamos vernos por cercanía con su oficina) me dijo, en tono
de confesionario -Y… Ahora la mirada de los temas es tan distinta..la forma
de tratarlos es tan distinta… Se perdió esa mirada social del patrimonio que
teníamos nosotros…- Aquel "nosotros" era, una vez más, la
conciencia de pertenencia residual a un equipo, ya disgregado. Hizo una pausa.
Y volvió a sumergirse en el silencio. Todo estaba dicho y no volvimos a tocar
el tema. Al poco tiempo, lo invité a participar, como entrevistado, en mi serie
documental RecorreMonumentos, para TVP. Conversamos, durante una hora,
acerca del Patrimonio Ferroviario. Pueden ver aquel testimonio en el episodio El
tren de la historia, disponible en YouTube. Les garantizo que vale
la pena.
Un último aspecto, quizá menos conocido,
que permite una ponderación más íntegra de la subjetividad de Jorge, es su
afición por las películas y mini-series de producción inglesa o norteamericana,
en géneros diversos, pero muy preferentemente las tramas de terror o las
"distopías" futuristas. Desde que siento una inclinación similar por
ese tipo de cine y por los mismos géneros, no fue difícil que también ese
tópico creara entre Jorge y yo un vínculo dialogal muy sostenido (y un
intercambio, también sostenido, de DVDs… todavía guardo el paq que me
regaló, con la primera temporada de "Fringe") principalmente durante
los casi cuatro años en que compartimos una tarea técnica en la provincia de
Buenos Aires. Un conocido café de La Plata nos prestaba, al final de cada
jornada, su espacio para aquellas charlas que, invariablemente, duraban una
hora y cuarto, y que nos permitían deambular por las cassueries más
variadas y bizarras.
En aquella esquina platense, junto a una
ventana, con el último sol de la tarde, mi amigo Jorge Tartarini, utilizaba al
cine como excusa y se concedía licencia y nihil obstat para verbalizar
una parte de la complejidad de su mundo interior.
Y, entonces, resonaban en el aire los
sonidos del silencio.
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