Por Oscar Andrés De Masi
Desde hace ya 14 años, cada mes de mayo
trae el recuerdo de la partida de Alberto de Paula. Y para sus amigos, es deber
de aquella memoria agradecida -que supo explicar iconológicamente Césare
Ripa- el pronunciar su nombre en voz alta, como llamándolo al presente continuo
del memento, donde su magisterio se nos reitera sin cesar.
Y ante la efemérides contrasta, una vez
más (¿de qué asombrarnos a esta altura?), el silencio de las instituciones
(institutos, juntas, comisiones, museos, universidades…) que tanto le deben a
Alberto. Como dije alguna vez, vislumbrando con amarga clarividencia este rumbo
inexorable de la amnesia oficial, pasamos de la “memoria ritualizada” de los
primeros y concurridos homenajes póstumos, a esta “memoria privatizada” ante el
atrio y el fuego íntimos, que es privilegio del apretado manípulo que se
resiste a olvidar “los humildes honores de las casas paternas”, que es como
decir la honra que nos han dispensado “nuestros maestros y nuestros mayores”.
Alberto fue ambas cosas, no por los
linajes de la sangre común, pero sí por el
parentesco espiritual que acrisola la amistad probada, generosa y
sapiente. Su abolengo intelectual y moral ha quedado impreso en muchos de
nosotros, que lo aceptamos y lo portamos como un legado, con la gravitas que
impone el respeto, pero, a la vez, con la empatía propia del más cercano
afecto.
Elegí en esta ocasión, de entre los
objetos y papeles de Alberto que aún conservo, una pieza del todo singular, que
nos conduce al país de su adolescencia, cuando hallaba en la Historia un motivo
de lectura atractiva, pero no todavía un oficio definido ni un hábito inclinado
a la indagación documental. Y cuando ya se insinuaba el habitus de ese
puntilloso calígrafo inclinado al dibujo, que demostró ser luego.
Es un documento gráfico de 1952, cuando
Alberto tenía 16 años y cursaba el tercer año de sus estudios secundarios en el
Colegio Nacional “Almirante Guillermo Brown” de Adrogué. Se trata de la
carátula de su carpeta de la asignatura Francés, dictada por la profesora
mademoiselle B. Lynch. Lamentablemente no conservo el cahier entero,
pues solamente quedaba esa portada suelta, que pueden ver aquí y que donaré próximamente
al Museo Americanista de Lomas de Zamora.
Allí pegó Alberto una prolija Flor de Lis
que antes había dibujado y recortado, y luego contorneado con un listel gris
plata, y finalmente coloreado en azul de Prusia, en celeste claro al centro y
en rojo carmín. Si quiso representar la bandera francesa, erró en el color del
centro. Pero más bien me parece que pretendía darle a la viñeta un toque
heráldico o blasonado, y de ahí los colores que eligió, que no hacen mala
combinación, sino lo contrario.
Con pulcra caligrafía gótica, en tinta
china negra, consignó los datos de la asignatura, subrayada con un filete y,
por debajo, una más fina lanza. Más allá del correcto y grácil delineado de las
letras, hay un gesto casi diríamos expresionista en el alargamiento del remate
(serif) de la “s”, cuyo trazo inferior interrumpe la línea del
subrayado, provocando un cisura elegante, amortiguada por la aureola que se
produce alrededor de la terminal de la letra, separada por este espacio sutil
de la continuidad de las líneas a ambos lados. Es casi imperceptible a primera
vista. Tan detallista es su aciculado trazo, que delata el empleo del plumín de
punta fina.
También registró con la misma tipografía
los datos de su profesora, de su curso, del año lectivo 1952 y de su propia
identidad, resumida en A. S. de Paula (Alberto Salustiano), sin la “J” de José,
que luego añadiría invariablemente a su nombre entero.
Es sin duda mera coincidencia que la Flor
de Lis sea, a menudo, utilizada como símbolo de perfección. Pero en el caso de
Alberto de Paula, el esfuerzo perfeccionista que denota esta sencilla carátula
escolar preludia, ya, al científico minucioso, riguroso y disciplinado que iba
a ser, con los años.
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