De todos los imaginarios posibles, el
que nunca imaginé es aquel que vino a habitar las horas de este sábado triste
de febrero.
De todos los textos que alguna vez
conjeturé que iba a escribir, éste es el más inimaginable.
¿Qué puede ofrecer la palabra indigente
ante el hecho absurdo de esta muerte inexplicable?
¿Cómo era Alejandro Siccardi, a quien me
resisto a pensar, ahora, como si fuera un recuerdo?
"Cumplido y ceremoniero". Así
definió el historiador José Torre Revello, al virrey Sobremonte. Del mismo
modo, mi primera y dolorosa evocación de mi amigo y doblemente colega, me
conduce a aquellas dos prietas notas de su carácter: "cumplido y
ceremoniero". Llegué a decírselas y a desgranar su sentido, hace tiempo,
en un almuerzo en Recoleta. Se mostró conforme.
"Cumplido", porque tomaba con
absoluta seriedad y responsabilidad los asuntos de su incumbencia profesional.
La "gravitas" de los antiguos
romanos también conviene a este modo de encarar las cosas serias entre manos.
"Ceremoniero", porque revestía
de formas pulidas como un cristal sus maneras ceremoniosas y sus expresiones,
ya fueran éstas últimas pronunciadas en una clase, vertidas en un escrito
jurídico o grabadas en un mensaje de Wapp.
Marcaba la modulación rítmica de sus
frases verbales a través de períodos cortos, como separados con puntos
seguidos. Como quien recita un ritual y ahorra la respiración hasta el final.
Aunque, a veces, insinuaba una
conclusión con puntos suspensivos, cuando prefería no emitir un juicio y, en
particular, si el juicio recaía en un colega del trabajo. Tal era su recato.
Cumplido y ceremoniero, además, por su
observancia de la práctica de la respuesta
a las consultas y a los llamados telefónicos, una señal de cortesía que delataba su buena
crianza y su don de gentes.
Había en él algo cercano al hábito de
una "consagración" sui generis. Parecía vivir una vida consagrada a
su función de asesor legal de la UNAB, a su rol como docente y a sus deberes
como hijo único de padres muy ancianos.
¿Pudo esta excesiva y, de a ratos,
obsesiva diligencia, lastimar a tal punto su salud? No lo descartaría.
No tenía la fibra belicosa del guerrero,
ni la voluntad de poder del político. Ni siquiera tuvo la charlatanería vacua
del abogado picapleitos. Pero sabía pelear sus contiendas burocráticas con el
herramental dialéctico de la lógica jurídica.
De haber nacido en el Egipto antiguo,
hubiera encarnado a aquel "escriba sentado" que plasmó un imaginero
para toda la posteridad.
En Roma, lo imagino, o bien togado y
erguido en la rostra, alegando razones forenses, o bien despachando documentos
en la Curia Ostilia.
Si hubiera nacido en la Edad Media,
habría sido un clérigo versado en ambos derechos, el romano y el canónico,
prestando su consejo a alguna corte europea.
Y en la España cervantina, habría
vestido en sus mocedades el atavío talar del "bachiller".
Pero le tocó nacer en el siglo XX y
eligió como carrera la abogacía, y como vocación la función pública, con una
marcada inclinación por el derecho administrativo y su aplicación en las
instituciones de enseñanza superior.
Y, como en los tantos casos de hombres
de leyes que actuaron en la Argentina del siglo XIX (López y Planes, Varela,
Alberdi, Avellaneda, Saldías y otros), detrás del jurista latía el corazón de
un humanista, un espíritu sensible a quien seguían conmoviendo los atardeceres
porteños, y a quien no resultaba ajena la belleza, ya fuera de una pintura, una
escultura, un edificio, un objeto añejado por el tiempo, o una partitura
musical (a propósito de lo último, su tío abuelo o tío bisabuelo fue el gran
compositor lomense Honorio Siccardi, autor de "La quena", entre otras
composiciones nativistas. Habíamos pensado en escribir, juntos una biografía de
aquel ancestro).
De ahí su interés por las artes
plásticas, la música y las antigüedades, que eran el tema de su charla privada,
una vez despojado del oficio leguleyo,
cuando regresábamos de Adrogué compartiendo un Uber o la
"combi". Era rápido el trayecto para tanta charla que, alguna vez, se
alargó en un café de la avenida de Mayo.
Fue, además, un profesor sobresaliente,
que aunque no siempre desplegara los recursos de una retórica
"flamboyant" o de un histrionismo conmovedor, tenía sus momentos
iluminados.
Sus clases lucían prolijamente construidas,
acertadas en su concisión didáctica, y sólidas en la complexión de sus
contenidos. No podía, sino, despertar el atento interés de los alumnos y
alumnas, y la admiración de los colegas. Me reconozco como uno de aquellos admiradores.
Fue, a mi juicio, un modelo de docente,
muy especialmente para los cursos iniciales de la Universidad browniense.
Porque, a la par de los mentados
contenidos y el acierto bibliográfico, el profesor Siccardi enseñaba -sin
querer, pero con éxito- una metodología para la exposición cartesiana de ideas
claras y distintas, con la necesaria "sincatábasis" que reclamaba su
auditorio primerizo.
Pero vuelvo a su sentido de la
responsabilidad y a su contracción al trabajo (que no hace falta ilustrar con
ejemplos, porque eran evidentes y de ello fuimos testigos): quizá no hubieran
bastado para atravesar la génesis, escarpada como un peñasco, de la UNAB, de no
haber poseído una virtud que Tucídides puso en los labios de Pericles y a la
cual llamó con una palabra griega, lejana y bella: "eutrepelia", que viene a
significar una "grácil flexibilidad".
Y en esta virtud iban implicadas
cualidades tales como la lucidez del pensamiento, la propiedad en el uso del
lenguaje, la soltura ante el prejuicio o la rigidez de opinión, la apertura
mental y la amabilidad en los modales.
Todas ellas las poseyó Alejandro.
Era, pues, la eutrepelia ateniense una
virtud juvenil. De ahí que el Divino Platón haya observado que, cuando los
viejos intentan adaptarse a los jóvenes, los imitaban en su eutrepelia.
Pero Alejandro Siccardi no conoció la
vejez. Por eso, su eutrepelia, su capacidad de adaptación fue en él un impulso
auténtico, espontáneo y honesto.
Y aún cuando los vientos institucionales
cambiaran su rumbo y trajeran nuevos empoderamientos, pudo capear los
temporales manteniendo su conducta invariable, sin ánimo conspirador. Porque su
mejor legitimación era su correcto desempeño y su alta discreción.
"Concordia discordantium" fue la
fórmula y el programa del jurista Graciano, que mi amigo conocía muy bien. El
acuerdo entre las discordancias.
En el caso de Siccardi, no sólo se
empeñó en la concordancia normativa de una universidad en gestación (y ello es
un mérito, en alguna medida suyo y del equipo con el cual supo trabajar, que va
a nimbar para siempre su memoria en la organización), sino que trabajó también,
hasta donde le fue posible y sin estridencias, en favor de la concordia entre
personas. Y lo hizo con la convicción del dictum de Guillermo de Auvernia que
le hubiera encantado al tío Honorio: que el universo es un hermoso cántico y
las criaturas, aún en su variedad, cuando suenan al unísono, logran un acorde
de suprema armonía...
Hoy, a estas mismas horas, mi amigo y mi
colega Alejandro Siccardi ha alcanzado, en algún lugar del infinito que ya es
su patria y su morada, la certeza arquetípica y el "convivio" pleno y
perfecto con esa Belleza inmutable, que él buscó con tanto ahínco en la
inmanencia efímera de los catálogos de arte o en los acordes de una ópera
italiana.
Y para nosotros, en la hondura de una
pena impronunciable, nos consolará quizá mañana (pero, ciertamente, no hoy) el
recuerdo de sus valiosas cualidades y el aporte que, desde su expertise profesional,
hizo en favor de la educación en la tierra donde nació y donde cumplió su,
acaso, tan breve destino.
Oscar Andrés De Masi
Fue profesor mío. "Cumplido y ceremoniero", tal cual. Lo recuerdo con cariño. Supe acerca de su muerte y di con esta nota. Rezo por su eterno descanso y el bien de su familia.
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