La mirada y la interpretación de Oscar Andrés De Masi, arqueógrafo

sábado, 19 de octubre de 2024

UN RECUERDO DEL DR. GERMÁN ORDUNA

Por Oscar Andrés De Masi




NOTA: Enterado de la noticia del inicio, en Buenos Aires, de la causa de beatificación del Dr. Germán Orduna, e invitado amablemente por su hijo, el arquitecto Martín Orduna, en el contexto de un encuentro que compartimos hace unos días con mi querido amigo el arquitecto Guillermo Frontera, escribí este recuerdo. Aunque la memoria es siempre una interferencia en la objetividad histórica, creo que, en el presente caso, la evocación es fiel, tanto a la persona evocada como a mi percepción de esa misma persona en aquel momento.

 

Al Dr. Germán Orduna lo conocí en el año 1991, por el azar de las circunstancias. Yo era un joven funcionario del Ministerio de Educación y me había sido encomendada la ingrata tarea de desalojar un Instituto de Filología Hispanoamericana que ocupaba un local en la planta baja del Palacio Sarmiento. Aunque nadie en el vértice de la jerarquía ministerial sabía a ciencia cierta qué tarea desarrollaba el Instituto (o nadie me lo supo explicar con precisión), se había formado el raro y prejuicioso consenso de que ese sector debía ser desocupado a toda costa, para alojar en su lugar a otra dependencia, supuestamente más productiva.

 

Por inclinación de mi propia naturaleza y por la empatía “hispanista” que me despertó a priori aquel establecimiento científico (cuya existencia ignoraba hasta entonces), no iba a cumplir la directiva de manera tan mecánica, como dando golpes con el pomo de una espada, y sin antes conocer organolépticamente de qué se trataba. Para ello, solicité una reunión in situ con su director. El día indicado y a la hora señalada, bajé las escaleras de mi oficina, que estaba prácticamente encima del Instituto sobre la calle Marcelo T. de Alvear, y me hice presente.

 

Allí me recibió el Dr. Germán Orduna, investido ante los suyos de la autoridad de un paterfamilia romano, portador de un señorío que le era natural, erguido como una proa y amable hasta donde la cortesía lo permitía (porque él conocía mis instrucciones), ante las miradas disimuladas de sus colegas y becarios, quienes previsiblemente también estaban al tanto de la odiosa situación, ubicados cada cual en su escritorio o gabinete. Todavía recuerdo aquel momento: reinaba el silencio, apenas agrietado por las lacónicas devoluciones de saludos. Eran personas de ambos sexos y de edades diferentes, algunos tan jóvenes como yo o, incluso, quizá más jóvenes. Ello me sorprendió de entrada, porque venía a contradecir, con la fuerza de la evidencia, una de las falacias en que se fundamentaba la instrucción de la mudanza compulsiva: que se trataba de un conventículo de gerontes improductivos, abastionados tenazmente en aquel sitio.

 

Recuerdo, también, esa primera impresión que me causó el porte del Dr. Orduna (que tendría la edad de mi padre más o menos), alto y atildado, prolijamente peinado, abrigado con un pullover azul de lana fina, de cuyo cuello asomaba una camisa blanca y una corbata que, si la memoria no me falla y la imaginación no me engaña, era de hilo tejido. Ese aspecto fue mi segunda sorpresa, porque aquel caballero no parecía en absoluto una ruina arqueológica viviente, y su modo de vestir lograba ese equilibrio propio de los profesores universitarios al estilo europeo, que no exageran la etiqueta ni se despojan de las formas mínimas de un atuendo correcto pero, a la vez, descontracturado.

 

El Dr. Orduna hablaba en tono suave, pronunciando pausadamente cada palabra, de modo tal que la rítmica de su discurso era en si misma un ejercicio filológico. Hablaba con exactitud pero sin afectación; con magisterio pero sin arrogancia; y su tono, aunque era bondadoso, traslucía la convicción indignada de que el Ministerio, del cual yo era nuncio en ese acto, estaba a punto de cometer un grave error; o peor, una arbitrariedad, varias veces insinuada con fuerza de ultimátum, pero ahora inminente.

 

Yo era joven pero no era tonto: percibía que su sentido de la justicia latía en sus venas con presión volcánica; pero veía, a la vez, que su sentido de la etiqueta (aquel Gefühl für Humanität que enarboló el tembloroso anciano Immanuel Kant en sus postrimerías) le impedía entrar en erupción. Tal era la tensión del instante.

 

Me dijo que él sabía de sobra que, en general, los funcionarios que vienen a ejecutar directivas superiores no suelen escuchar razones; y menos todavía querrían enterarse de qué se trataba ese centro de investigación que él dirigía. Quizá sin querer y seguramente harto de los intentos de desalojo que ya había soportado antes, me estaba subestimando. No sabría decir de qué rincón iluminado afloró mi respuesta, cuando le contesté: -“¿Y por qué no prueba a explicarme? Porque no tengo apuro…”-

 

La categórica racionalidad de la contestación fue la coartada suficiente para que el maestro-en-acto-enseñante que habitaba el alma y el corazón del Dr. Orduna se hiciera visible y audible. Allí comenzó una visita guiada por el Instituto y sus tesoros filológicos y literarios. Tesoros del conocimiento custodiados en la vastedad de la biblioteca y la hemeroteca, registrados en los pulquérrimos ficheros y depositados dinámicamente en la materia gris de sus investigadores. Él era, sin duda, el animador y el motor de ese microcosmos, discreto y larvado como una crisálida, que cobijaba el edificio ministerial. Allí, nada estaba de más y nada se echaba de menos, porque cada uno atendía a su tarea, en un clima de estudio y respeto ostensibles. Por más que imperaba el silencio monacal que respira el motto “ora et labora” (fue inevitable para mi el pensar en el contraste con el tráfago que reinaba en los pisos superiores del Ministerio, inficionados de un activismo neurótico), bien lejos estaba el recinto de ser una cripta vermicular. Y, mucho más lejos todavía de ser, o siquiera de aparentar ser, una guarida de holgazanes resistentes al desalojo, como los pintaba alguno, mendazmente, en los despachos cercanos al Ministro. Porque el Dr. Orduna le imprimía su “genio” al lugar, el carácter de excelencia áulica que le proveyó su experiencia en universidades extranjeras y su propio sentido del “deber ser” de las cosas.

 

Cuando la visita concluyó, supe que estaba ante un hombre cabal, sapiente y decente. Aunque no impostaba el rictus hierático de un misticismo subyacente, algo en él dejaba traslucir un sentimiento religioso de la vida.

 

Le garanticé que mientras yo estuviera a cargo de aquel trámite, nadie iba a molestar al Instituto. Y así fue.

 

Días después, y ya enterado de las buenas noticias, me visitó en mi despacho con un par de libros de regalo. La dedicatoria la escribió con una caligrafía casi microscópica. La leí en su presencia y atiné a decirle que él escribía “in tenue labor”, apelando a la frase de Virgilio. Se sonrió y acotó algo así como “ya me sospechaba que Usted tiene sus latines”…

 

Tiempo después regresé a verlo, acompañado de otro gran hispanista, el historiador y mi querido amigo el arquitecto Alberto S.J. de Paula, quien, enterado y entusiasmado por mi relato de la existencia de aquel enclave de Hispanidad, me pidió conocerlo y saludar a su director. Demás está decir que salió encantado y su juicio acerca del Dr. Orduna fue superlativo. Me dijo que en algún sentido le recordaba al P. Furlong, uno de sus mentores, que siendo muy sabio era a la vez muy espiritual, humilde y generoso en prodigar sus saberes.


También, alguna otra vez, volví por una consulta puntual, junto con la Prof. Graciela Maturo, que era mi amiga y dirigía entonces la Biblioteca Nacional de Maestros, ubicada en el mismo edificio.


Pasó el tiempo y concluyó mi trabajo en el Ministerio de Educación. Bajé a despedirme del Dr. Orduna, quien dijo que lamentaba mi partida. Percibí que su expresión era sincera y prometí visitarlo en el futuro.


Lamentablemente, la promesa no pude cumplirla, quizá por la delicadeza de no importunar esa atmósfera de estudio que impregnaba el Instituto. Pero, cada vez que pasaba por esa vereda no tan lejana de mi casa, a mi pensamiento le plugo el recrear aquella escena de mi primera visita, cuando tuve el privilegio de conocer al Dr. Orduna.