La mirada y la interpretación de Oscar Andrés De Masi, arqueógrafo

lunes, 8 de julio de 2024

UNA PRECURSORA DEL “STAND UP” Y LA PRIMERA SILBATINA EN UN TEATRO DE BUENOS AIRES

Por Oscar Andrés De Masi

 

¿Cuál fue el origen de estas prácticas (el stand-up y la silbatina) en nuestro medio escénico?. Me encontré con un breve relato de Rómulo Quintana publicado en la revista El Hogar, el 21 de mayo de 1937. Contaba allí la historia de la primera actriz silbada en escena por el público porteño, a comienzos del siglo XIX.

 

Se trataba de Ana Rodriguez Campomanes, a quien los cronistas y algunos críticos han señalado como la más consumada expresión de la “guaranguería” vernácula. Aunque tenía su público fiel entre el bajo pueblo, el historiador de la ópera y el teatro porteños, Mariano Bosch, llegó a sostener que “todo lo malo lo inventó la Campomanes” (sic).

 

En los comienzos (integraba la compañía del Coliseo de Comedias o Coliseo Provisional, desde 1811), algún periódico de la época le asignó “una voz melodiosa” para las tonadillas españolas (que tanto gustaban desde finales del siglo XVIII), pero luego, con los años, se dijo que dejó de cantar los papeles, para “gritarlos”.

 

Se dijo también que era inescrupulosa y combativa, y que se valía de la política hasta para eliminar a sus rivales artísticos. ¿Será exagerado este juicio? Ciertamente, lo mismo le daba cantarle loas póstumas a Belgrano en 1821, que celebrarlo a Rosas en 1835.

 

Esta artista popular porteña pasó por la experiencia de la ruina social (¿era una huérfana nacida en un hogar principal venido a menos?) y el abandono de su marido.

 

Durante sus actuaciones, se apartaba del libreto y se ponía a polemizar con el público, hacía acotaciones musicales, a la par que comentarios de moda, de política, de arte, de letras etcétera. Quizá, a su modo, fue una precursora del “stand up”.

 

Como no había pasado por ninguna academia y, al parecer, su voz era muy pobre, condimentaba sus números acentuando la procacidad de los versos que entonaba. Y para acompañar o mitigar sus alaridos, se valía de una guitarra y también bailaba.

 

Se la toleró sin queja durante varios años, pero un día llegó la silbatina, fermentada durante decenas de funciones. Ocurrió un 1º de diciembre de 1822 (hace 199 años) en el ya mencionado Teatro Coliseo de Comedias, inaugurado en 1804 en el barrio de La Merced.

 

Comenzó cantando un cuplé que provocó en el público un ligero “siseo”, al cual siguió el reiterado golpe rítimico del suelo con los bastones. Por lo visto, la ejecución no agradaba.

 

Lejos de arredrarse, la cantante repitió la tonadilla hasta cuatro veces, con crecientes ínfulas. Entonces, comenzó literalmente la “silbatina”, que se hizo generalizada en la sala entera.

 

¿Qué hizo ella? ¿se retiró haciendo mutis por el foro, como en la tragedia griega? De ninguna manera. Encaró de frente al público insatisfecho y protestón, y le dijo que iba  “a enseñarles a mostrar mayor respeto, para que la próxima vez tuvieran mayor cuidado en no hacer ruido mientras ella cantaba…”.

 

La perorata despertó una estruendosa carcajada del público, sumada a los golpes y los chiflidos. Debió intervenir la autoridad: un juez que presenciaba la función desde un palco amonestó a la concurrencia, sin éxito. Y un actor de la compañía, condolido por el escarnio de su colega, salió en su defensa y le gritó a los espectadores, amenazándolos con…dejar la función a medias y no actuar más. Fue peor, porque la silbatina se tornó ensordecedora.

 

En cualquier caso, si esto ocurrió en las vísperas de la época de Rivadavia y las Luces, cuando existía la Sociedad del Buen Gusto teatral creada por Pueyrredon, en cambio los años de la divisa punzó  le serían favorables como una figura más arrabalera que chusca, capaz de despedir rayos y centellas desde las tablas contra el partido unitario. De hecho, Rosas y su entorno asistieron más de una vez a sus funciones. Y, naturalmente, nadie se hubiera atrevido a obsequiarle una silbatina unitaria en presencia del Restaurador…

 

En cualquier caso, tras la batalla de Caseros, el rastro de la Campomanes se pierde en la bruma de un previsible exilio en Montevideo.

 

 

 

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