La mirada y la interpretación de Oscar Andrés De Masi, arqueógrafo

jueves, 13 de octubre de 2022

EL RELATO DE LOS HERMANOS STOESSEL: UNA TRAVESÍA EN AUTOMÓVIL A TRAVÉS DE AMÉRICA

Por Oscar Andrés De Masi

 

“32.000 kilómetros de aventuras” es el título que resume la distancia y los avatares de una travesía en automóvil, desde Buenos Aires hasta Nueva York, durante los años 1928 y 1929. El ideal de confraternidad americanista, según los autores, podía fortalecerse con una política de vialidad capaz de vincular a los países limítrofes del continente. He allí el motivo, casi idealista, de esta curiosa aventura que, de paso, venía a probar, también, la calidad de los automóviles Chevrolet, en una época de puja comercial entre las distintas fábricas automotrices que aspiraban a conquistar los mercados del sur continental.

 

El relato fue publicado en 1930 por los protagonistas principales, los hermanos Adán y Andrés Stoessel, bonaerenses, hijos y nietos de alemanes. El abuelo había llegado en 1878 para establecerse en tierras de colonización en Hinojo (Olavarría). Don Miguel Stoessel, fundó la colonia “San Miguel”, cuyo nombre vino a recordarlo, junto con un paseo y un museo locales, de más reciente apertura.

 

Uno de sus hijos, Andrés, llegado a la edad de 18 años, decidió instalarse por cuenta propia en 1880, y en 1897 se radicó en Coronel Suarez, donde organizó la estancia La Curumulán. En 1919 entregó la administración a sus hijos .

 

Los hermanos Stoessel se propusieron demostrar empíricamente la viabilidad de una carretera literalmente “panamericana”, en un tiempo en que se hablaba de ella con una mezcla de promesa y de utopía. Utilizaron un Chevrolet “de serie” y pusieron rumbo al norte, junto al mecánico Humberto Tontini y al acompañante Carlos Díaz.

 

A tenor de su narración, sus peripecias fueron incontables y pudieron superarlas con ingenio, con la cooperación de las poblaciones nativas y sus fuerzas vivas en muchos casos, y con la ventaja de hallar en el camino las filiales del Automóvil Club Argentino. Y, por supuesto, gracias a la resistencia del vehículo elegido. El último capítulo del libro es, virtualmente, un panegírico de la empresa General Motors y sus procesos industriales. Antes de llegar a Nueva York, los viajeros pasaron por Detroit, “la cuna del Chevrolet”, donde fueron recibidos por los más altos ejecutivos de la compañía, y pudieron visitar la planta industrial y sus laboratorios de pruebas, lo mismo que el campo de ensayos de Milford. Antes que ellos, no muchos argentinos (quizá ninguno) habrían sido huéspedes agasajados en una visita semejante.

 

Soportaron caminos inhóspitos en las selvas peruanas o en los páramos colombianos, debieron sortear ríos y arroyos, padecieron inclemencias en las alturas cordilleranas y lluvias torrenciales, fueron presa de mosquitos, eludieron por poco a los caimanes del Magdalena y a los bandoleros nicaragüenses (bandas residuales de la diáspora del “sandinismo”, pero sin Sandino) y, tras llegar al destino pretendido, regresaron a la Argentina, mientras el Chevrolet permaneció como un recuerdo glorioso en el Museo de la General Motors en Detroit.

 

Por otra parte, el viaje sirvió como comprobación del prestigio que el nombre de Buenos Aires, como gran capital de timbre europeo, concitaba en el resto de Latinoamérica .