La mirada y la interpretación de Oscar Andrés De Masi, arqueógrafo

domingo, 14 de febrero de 2021

ALEJANDRO SICCARDI. IN MEMORIAM

 


De todos los imaginarios posibles, el que nunca imaginé es aquel que vino a habitar las horas de este sábado triste de febrero.

 

De todos los textos que alguna vez conjeturé que iba a escribir, éste es el más inimaginable.

 

¿Qué puede ofrecer la palabra indigente ante el hecho absurdo de esta muerte inexplicable?

 

¿Cómo era Alejandro Siccardi, a quien me resisto a pensar, ahora, como si fuera un recuerdo?

 

"Cumplido y ceremoniero". Así definió el historiador José Torre Revello, al virrey Sobremonte. Del mismo modo, mi primera y dolorosa evocación de mi amigo y doblemente colega, me conduce a aquellas dos prietas notas de su carácter: "cumplido y ceremoniero". Llegué a decírselas y a desgranar su sentido, hace tiempo, en un almuerzo en Recoleta. Se mostró conforme.

 

"Cumplido", porque tomaba con absoluta seriedad y responsabilidad los asuntos de su incumbencia profesional.

 

La "gravitas" de los antiguos romanos también conviene a este modo de encarar las cosas serias entre manos.

 

"Ceremoniero", porque revestía de formas pulidas como un cristal sus maneras ceremoniosas y sus expresiones, ya fueran éstas últimas pronunciadas en una clase, vertidas en un escrito jurídico o grabadas en un mensaje de Wapp.

 

Marcaba la modulación rítmica de sus frases verbales a través de períodos cortos, como separados con puntos seguidos. Como quien recita un ritual y ahorra la respiración hasta el final.

 

Aunque, a veces, insinuaba una conclusión con puntos suspensivos, cuando prefería no emitir un juicio y, en particular, si el juicio recaía en un colega del trabajo. Tal era su recato.

 

Cumplido y ceremoniero, además, por su observancia de la práctica de la respuesta  a las consultas y a los llamados telefónicos,  una señal de cortesía que delataba su buena crianza y su don de gentes.

 

Había en él algo cercano al hábito de una "consagración" sui generis. Parecía vivir una vida consagrada a su función de asesor legal de la UNAB, a su rol como docente y a sus deberes como hijo único de padres muy ancianos.

 

¿Pudo esta excesiva y, de a ratos, obsesiva diligencia, lastimar a tal punto su salud? No lo descartaría.

 

No tenía la fibra belicosa del guerrero, ni la voluntad de poder del político. Ni siquiera tuvo la charlatanería vacua del abogado picapleitos. Pero sabía pelear sus contiendas burocráticas con el herramental dialéctico de la lógica jurídica.

 

De haber nacido en el Egipto antiguo, hubiera encarnado a aquel "escriba sentado" que plasmó un imaginero para toda la posteridad.

 

En Roma, lo imagino, o bien togado y erguido en la rostra, alegando razones forenses, o bien despachando documentos en la Curia Ostilia.

 

Si hubiera nacido en la Edad Media, habría sido un clérigo versado en ambos derechos, el romano y el canónico, prestando su consejo a alguna corte europea.

 

Y en la España cervantina, habría vestido en sus mocedades el atavío talar del "bachiller".

 

Pero le tocó nacer en el siglo XX y eligió como carrera la abogacía, y como vocación la función pública, con una marcada inclinación por el derecho administrativo y su aplicación en las instituciones de enseñanza superior.

 

Y, como en los tantos casos de hombres de leyes que actuaron en la Argentina del siglo XIX (López y Planes, Varela, Alberdi, Avellaneda, Saldías y otros), detrás del jurista latía el corazón de un humanista, un espíritu sensible a quien seguían conmoviendo los atardeceres porteños, y a quien no resultaba ajena la belleza, ya fuera de una pintura, una escultura, un edificio, un objeto añejado por el tiempo, o una partitura musical (a propósito de lo último, su tío abuelo o tío bisabuelo fue el gran compositor lomense Honorio Siccardi, autor de "La quena", entre otras composiciones nativistas. Habíamos pensado en escribir, juntos una biografía de aquel ancestro).

 

De ahí su interés por las artes plásticas, la música y las antigüedades, que eran el tema de su charla privada, una vez despojado del oficio leguleyo,  cuando regresábamos de Adrogué compartiendo un Uber o la "combi". Era rápido el trayecto para tanta charla que, alguna vez, se alargó en un café de la avenida de Mayo.

 

Fue, además, un profesor sobresaliente, que aunque no siempre desplegara los recursos de una retórica "flamboyant" o de un histrionismo conmovedor, tenía sus momentos iluminados.

 

Sus clases lucían prolijamente construidas, acertadas en su concisión didáctica, y sólidas en la complexión de sus contenidos. No podía, sino, despertar el atento interés de los alumnos y alumnas, y la admiración de los colegas. Me reconozco como uno de aquellos admiradores.

 

Fue, a mi juicio, un modelo de docente, muy especialmente para los cursos iniciales de la Universidad browniense.

 

Porque, a la par de los mentados contenidos y el acierto bibliográfico, el profesor Siccardi enseñaba -sin querer, pero con éxito- una metodología para la exposición cartesiana de ideas claras y distintas, con la necesaria "sincatábasis" que reclamaba su auditorio primerizo.

 

Pero vuelvo a su sentido de la responsabilidad y a su contracción al trabajo (que no hace falta ilustrar con ejemplos, porque eran evidentes y de ello fuimos testigos): quizá no hubieran bastado para atravesar la génesis, escarpada como un peñasco, de la UNAB, de no haber poseído una virtud que Tucídides puso en los labios de Pericles y a la cual llamó con una palabra griega, lejana y bella:  "eutrepelia", que viene a significar una "grácil flexibilidad".

 

Y en esta virtud iban implicadas cualidades tales como la lucidez del pensamiento, la propiedad en el uso del lenguaje, la soltura ante el prejuicio o la rigidez de opinión, la apertura mental y la amabilidad en los modales.

 

Todas ellas las poseyó Alejandro.

 

Era, pues, la eutrepelia ateniense una virtud juvenil. De ahí que el Divino Platón haya observado que, cuando los viejos intentan adaptarse a los jóvenes, los imitaban en su eutrepelia.

 

Pero Alejandro Siccardi no conoció la vejez. Por eso, su eutrepelia, su capacidad de adaptación fue en él un impulso auténtico, espontáneo y honesto.

 

Y aún cuando los vientos institucionales cambiaran su rumbo y trajeran nuevos empoderamientos, pudo capear los temporales manteniendo su conducta invariable, sin ánimo conspirador. Porque su mejor legitimación era su correcto desempeño y su alta discreción.

 

"Concordia discordantium" fue la fórmula y el programa del jurista Graciano, que mi amigo conocía muy bien. El acuerdo entre las discordancias.

 

En el caso de Siccardi, no sólo se empeñó en la concordancia normativa de una universidad en gestación (y ello es un mérito, en alguna medida suyo y del equipo con el cual supo trabajar, que va a nimbar para siempre su memoria en la organización), sino que trabajó también, hasta donde le fue posible y sin estridencias, en favor de la concordia entre personas. Y lo hizo con la convicción del dictum de Guillermo de Auvernia que le hubiera encantado al tío Honorio: que el universo es un hermoso cántico y las criaturas, aún en su variedad, cuando suenan al unísono, logran un acorde de suprema armonía...

 

Hoy, a estas mismas horas, mi amigo y mi colega Alejandro Siccardi ha alcanzado, en algún lugar del infinito que ya es su patria y su morada, la certeza arquetípica y el "convivio" pleno y perfecto con esa Belleza inmutable, que él buscó con tanto ahínco en la inmanencia efímera de los catálogos de arte o en los acordes de una ópera italiana.

 

Y para nosotros, en la hondura de una pena impronunciable, nos consolará quizá mañana (pero, ciertamente, no hoy) el recuerdo de sus valiosas cualidades y el aporte que, desde su expertise profesional, hizo en favor de la educación en la tierra donde nació y donde cumplió su, acaso, tan breve destino.

 

Oscar Andrés De Masi