La mirada y la interpretación de Oscar Andrés De Masi, arqueógrafo

jueves, 20 de junio de 2019

IN MEMORIAM ARQ. JORGE DANIEL TARTARINI (1954-2019). LOS SONIDOS DEL SILENCIO…

Jorge Tartarini (izquierda) junto a Oscar Andrés De Masi, 
en una pausa del rodaje de RecorreMonumentos (episodio "El tren de la Historia").


Por Oscar Andrés De Masi
Para http://viajealasestatuas.blogspot.com.ar
Junio 2019


Frente a la partida prematura y definitiva de un amigo, la palabra -maguer su pretensión definidora- se muestra indigente… Y es casi una ironía, ahora, cuando se trata de evocar a quien hizo de la economía de palabras, un perímetro demarcador de su propia discreción y un hábito de equidistancia entre su cosmos interior y la alteridad constante que impone la cotidianidad y el desempeño profesional.

¿Qué era, en el fondo, aquel silencio reconcentrado y circular como un caulícolo, de un hombre que, puesto en posesión de las palabras cuando la circunstancia lo requería, podía articularlas en discursos precisos y dotados de sentido? ¿Qué era aquel silencio sino el resguardo de un yo-en-acto-reflexivo, que no desea invadir ni ser invadido, que no desea interrogar ni ser interrogado?

Porque Jorge Tartarini no era el sujeto-mudo que Max Piccard (el autor de El mundo del silencio)  advertía en la estatua egipcia, sino más bien el sujeto-silente que el mismo autor descubría en la estatua griega. Del mutismo al silencio media, precisamente, una distancia que va del vacío a la plenitud del ser. Se trata de una distancia ontológica. Porque sabía callar, hablaba con sentido y, sólo, de aquellas cosas que abarcaba su campo del conocimiento.

De eso se trataba, quizá, la tensión de su ethos melancólico. Del conflicto platónico de un espíritu ilimitado en sus apetencias de saber, pero constreñido a la finitud de un tiempo humano, de suyo escaso. Ephémerói, decían los griegos: lo que dura un día…

Jorge era, a su modo un romántico en constante búsqueda de puentes conciliadores entre un clasicismo canónico y una modernidad omnipresente. Lo cual explica, con suficiente lógica, su vocación por el patrimonio industrial, ferroviario y del saneamiento, y su admiración, por momentos nostálgica, por los logros industriales de los países del Norte, pero también de una Argentina pretérita que, alguna vez, se lanzó sin complejos a la épica del progreso. Esa Argentina proteica se tensaba, en su mirada, como un arco epocal que ponía en sus extremos y sin exclusiones, a la generación liberal del 80 y a los logros justicialistas. Todo es historia. Y ese todo, ya es patrimonio.

La modernidad de Jorge Tartarini era, precisamente, aquella que no reniega de un pasado, sino que lo ubica en su dimensión fundante, que es la dimensión de una memoria social respetuosa, plural e identitaria. El Patrimonio Ferroviario (en su conjunto de inmuebles, de mobiliario y de locomóviles) era el episodio plástico que reflejaba aquella particular "maniera" de una belleza al servicio de una función. Era la belleza silenciosa, discreta y austera de los pintoresquismos neo-medievalistas, victorianos y eduardianos, puestos al servicio de una medio de traslación maquinista, capaz de abarcar todos los paisajes.

Y esta vertiente configura, indudablemente, un desarrollo personal de Jorge. Recuerdo con mucha nitidez sus primeros pasos en aquel tema, cuando nos conocimos en el Centro de Estudios Regionales de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, bajo la guía de Alberto de Paula (fue De Paula quien me presentó, en 1981, a Jorge y a Gladys Pérez Ferrando). Aquella impronta inicial "depauliana" se refería más bien a la problemáticas territorial e histórica de las redes ferroviarias pampeanas, y a los subsiguientes impactos en las economías regionales y en la configuración urbana de los pueblos surcados por el camino de hierro. Así fue al comienzo. Pero, a mi juicio, Jorge fue todavía más lejos y logró colocar al Patrimonio Ferroviario en un lugar eminentemente identitario. A partir de sus aportes, la arquitectura ferroviaria, el paisaje y la transformación de los hábitos sociales adquirieron una nueva valoración. Así, al rigor del enfoque científico y al tambor batiente de la épica ferrocarrilera, le sumó una sensibilidad nueva, cuya resultante fue una "poética" del patrimonio industrial y ferroviario.

El todo-patrimonial-ferroviario resultó, entonces, de la mano de Jorge Tartarini, mucho más que la suma de las partes, tangibles e intangibles. Y el hilo conductor de aquella nueva construcción de lecturas y de sentidos, el meollo de aquella operación de "semioforización" de los bienes ferroviarios, fue, sin dudas, su mirada personal. No sería en absoluto exagerado afirmar (como lo hago y con convicción) que la re-significación del Patrimonio Ferroviario Bonaerense, en clave identitaria tiene dos efectores principales: los Ferroclubes (mayormente en cuanto al patrimonio móvil y a la memoria del oficio) y Jorge Tartarini.

La memoria del agua y del saneamiento en la Capital fue otro de sus temas, derivado de su desempeño como director del Museo de AySA, alojado en el Palacio de las Aguas. También en este campo, la lectura tradicional del contenedor material monumental y de la épica de las grandes obras de saneamiento, se entrelaza, en el discurso de Tartarini, sin complejos, con las historias mínimas, con el detalle art & draft, con el funcionamiento de una válvula o con el diseño de un artefacto sanitario. No en vano sus visitas guiadas al edificio eran tan didácticas.

Con la diáspora del Centro de Estudios Regionales dejé de ver a Jorge durante casi dos décadas. Y lo reencontré en la Comisión Nacional de Monumentos en el año 2002 ( nuevamente de la mano de De Paula), ya en plena madurez intelectual (la suya, no tanto la mía). Su desempeño en ese organismo no se apartaba de aquel paradigma doble: de un silencio que escuchaba y ponderaba, y de unas intervenciones verbales acotadas, que asumían un tono equilibrado y una precisión derivada del expertise. Era metódico y cumplidor con los las carpetas que se sometían a su dictamen (en mi función de Vocal Secretario, jamás tuve que reclamarle, por morosa, la entrega de un Informe). Pero, paralelamente, y dado que en la mesa directiva de la Comisión nos sentábamos uno al lado del otro, era frecuente que me hiciera comentarios en voz baja, off the récord (que no voy a revelar ni aquí ni ahora). Su humor transitaba la ironía y les aseguro que, por momentos, me costaba contener la risa.

Recuerdo especialmente algunos temas que, por manda del Cuerpo Colegiado, trabajamos en conjunto y plasmamos en documentos de redacción compartida: la interpretación del concepto de "área de amortiguación" en Lomas de Zamora, la toma de posesión de la Casa Leguizamón en Salta, la normativa sobre pautas de valoración, la contención de las degradaciones en el casco urbano de San Miguel de Tucumán, el lanzamiento del Programa Nacional de Patrimonio Industrial, las declaratorias en la Isla Martín García, el "Puente negro" de Ensenada y otros tantos. Fueron 11 años de tarea común y consensuada, formando equipo con él y con Alberto de Paula y Juan Martín Repetto, y sumando luego a Pablo Willemsen para los temas industriales. ¿Tuvimos diferencias de criterio? Muy pocas. Y nunca llegaron a la instancia explícita de la mesa directiva: Jorge se consideraba parte de un equipo y sabía alinearse en los consensos previos. No podría decirse lo mismo de otros compañeros de ruta de aquella gestión). Sólo en una ocasión discrepamos en público, a la hora de votar un tema (la declaratoria, frustrada, de la tumba de Graciano Mendilaharzu). Se quedó pensativo el resto de la reunión. Y al final, antes de emprender su habitualmente presurosa partida a La Plata, se acercó a Repetto y a mi, y nos dijo: -Discúlpenme che, que en esta vuelta no pude acompañarlos…-  No hacía falta, pero fue una cortesía que, ante todo, resguardaba la amistad.

Cuando Martín Repetto y yo nos desvinculamos anticipadamente de la Comisión Nacional, en marzo de 2013, Jorge prefirió quedarse hasta concluir su mandato, con la creencia naive de poder continuar (maguer los heteróclitos elencos directivos que vinieron luego…) el mismo rumbo que nuestra gestión le había impreso al Patrimonio Monumental. Años después, tomando un café en Córdoba y Riobamba (ese espantoso Punta Cuore donde solíamos vernos por cercanía con su oficina) me dijo, en tono de confesionario -Y… Ahora la mirada de los temas es tan distinta..la forma de tratarlos es tan distinta… Se perdió esa mirada social del patrimonio que teníamos nosotros…- Aquel "nosotros" era, una vez más, la conciencia de pertenencia residual a un equipo, ya disgregado. Hizo una pausa. Y volvió a sumergirse en el silencio. Todo estaba dicho y no volvimos a tocar el tema. Al poco tiempo, lo invité a participar, como entrevistado, en mi serie documental RecorreMonumentos, para TVP. Conversamos, durante una hora, acerca del Patrimonio Ferroviario. Pueden ver aquel testimonio en el episodio El tren de la historia, disponible en YouTube. Les garantizo que vale la pena.

Un último aspecto, quizá menos conocido, que permite una ponderación más íntegra de la subjetividad de Jorge, es su afición por las películas y mini-series de producción inglesa o norteamericana, en géneros diversos, pero muy preferentemente las tramas de terror o las "distopías" futuristas. Desde que siento una inclinación similar por ese tipo de cine y por los mismos géneros, no fue difícil que también ese tópico creara entre Jorge y yo un vínculo dialogal muy sostenido (y un intercambio, también sostenido, de DVDs… todavía guardo el paq que me regaló, con la primera temporada de "Fringe") principalmente durante los casi cuatro años en que compartimos una tarea técnica en la provincia de Buenos Aires. Un conocido café de La Plata nos prestaba, al final de cada jornada, su espacio para aquellas charlas que, invariablemente, duraban una hora y cuarto, y que nos permitían deambular por las cassueries más variadas y bizarras.

En aquella esquina platense, junto a una ventana, con el último sol de la tarde, mi amigo Jorge Tartarini, utilizaba al cine como excusa y se concedía licencia y nihil obstat para verbalizar una parte de la complejidad de su mundo interior.

Y, entonces, resonaban en el aire los sonidos del silencio.