Enrique Espina Rawson junto a OADM en la presentación de La última esquina de Carlos Gardel, en la Manzana de las Luces (2007).
Los salvajes unitarios están de fiesta, escribió José Hernández, a propósito de la muerte del Chacho Peñaloza. Y
parafraseando al más grande poeta argentino, habría que decir que los
sostenedores del origen uruguayo de Carlos Gardel, aunque no estén de fiesta,
al menos, desde el viernes, respiran más tranquilos. Porque ha muerto en Buenos
Aires (la patria adoptiva del vástago de Toulouse) el más acérrimo polemista y
refutador de aquella tesis, tan cisplatina como absurda. Ha muerto mi amigo
Enrique Espina Rawson, el hombre que más sabía acerca de Gardel en el planeta
que habitamos; pero que, además, sabía de muchas otras cosas.
Lo conocí en el verano
del año 2001, por el azar de las circunstancias. Nuestros caminos no venían, en
este caso, trazados por los temas culturales o históricos, como podía
esperarse, sino por unos desempeños corporativos simultáneos, en el grupo de
empresas del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Porque así de caprichosa es
la vida.
¿Nos hubiéramos
cruzado de otro modo? No puedo saberlo. Lo cierto es que allí nos conocimos y
allí comenzamos a hilvanar conversaciones sobre cuestiones históricas y
literarias de Buenos Aires.
Me impresionó la
seriedad de la información que él espigaba en cada charla, el tono coloquial
con que arropaba su discurso (lejos de cualquier arrogancia definidora), la
agudeza por momentos mordaz de su análisis, y la variedad de sus lecturas, que
incluían a autores todavía vigentes (como Borges), relativamente olvidados
(como González Tuñón) y a otros totalmente fuera de agenda (como Chesterton,
Melián Lafinur y Ocantos, por ejemplo), que también yo leía.
Bastaron estos
pocos elementos, sumados al común nexo con Hipólito “Tuco” Paz (que descubrimos
de causalidad, al cabo de unos meses), para edificar un vínculo 100% ajeno a
cualquier motivación frívola, zafia o material. Nos hizo amigos cierta forma de
la “virtud”, como quería Aristóteles: el puro y espiritualizado gusto de
conversar acerca de temas que, para ambos, formaban parte medular de esa verdad
acerca de nosotros mismos que es la propia identidad. En este caso, cimentada
en determinada literatura que no era para cualquier paladar, y en la nostalgia
de una mirada atenta al pasado argentino que no era para cualquier miopía
intelectual.
Como al mismo
tiempo me desempeñaba como asesor honorario de la Comisión Nacional de
Monumentos (que presidía el recordado Alberto S. J. de Paula, otro aristócrata
del espíritu), Enrique no perdió tiempo y me abordó una tarde con un asunto que
ocupaba su pensamiento desde tiempo atrás: la declaratoria, en la máxima
categoría patrimonial posible, de la tumba de Carlos Gardel.
Por aquella
época, casi nada sabía yo acerca de la vida de Gardel. O, lo poco que sabía, lo
sabía mal, porque me lo imaginaba como un aprendiz de malevo de barrio que
aprendió a cantar o cosa semejante. Por supuesto que había escuchado con ligero
gusto muchas de sus grabaciones, aunque estaba lejos de ser el adicto a sus
interpretaciones en que me convertí después. La “culpa” (en todo caso, “culpa
feliz”, por utilizar la expresión agustiniana) de mi ulterior y persistente
fanatismo gardeliano la tuvo Enrique Espina Rawson.
Las palabras
acrisoladas y magistrales de Enrique acerca de Gardel fueron como una epifanía,
como el “rayo misterioso” que imaginó Le Pera, y que iluminó mi pensamiento y
mi corazón. Aquella metánoia gardeliana que
experimenté, aquel “camino de Damasco” que emprendí hace más de veinte años en
lo tocante a Gardel, tuvo en Enrique a su apóstol y su profeta.
Fue él quien me
hizo notar que, bajo la engañosa habitualidad del repertorio gardeliano y el
estereotipo abaratado de su imagen, detrás de aquel ícono otrora repetido en
los espejos de los colectivos que tomaba de chico, o agazapado en la
melancólica referencia a un Buenos Aires que ya no existe ni volverá a existir,
más allá de los clichés tangueros, había otro Gardel, el hombre ético, el caballero, el buen hijo, el buen amigo, el porteño
arquetípico y el esteta (rasgos que también Enrique podía reclamar como
identitarios). Aquel Gardel permanecía desconocido y hasta burdamente
distorsionado ante mi generación.
Lo dije entonces
y lo repito ahora: por ese solo motivo, mi deuda intelectual con Enrique Espina
Rawson es impagable por desproporcionada, como los Quinientos millones de la Begum contabilizados por Julio Verne. Y
más sideral se volvió cuando, en el año 2007, Enrique aceptó escribir un
prólogo a un breve libro mío acerca del mausoleo de Gardel, que logramos que se
declarada Sepulcro Histórico Nacional
ese mismo año, asumiendo el Centro de Estudios Gardelianos la custodia de ese
“santo sepulcro”, como él lo llamaba. El precioso y conciso texto prologal lo
concluyó diciendo que, al aceptar esa encomienda escritural, sentía la honda
satisfacción de ocuparse de “dos personas
de su amistad”: de Gardel y de mí.
Ubicarme en ese
mismo podio de su afecto, junto a Gardel, fue el colmo de su generosidad, que
selló para siempre en mi ánimo un sentido fraterno de gratitud y de lealtad.
Porque en esos
valores en extinción, de la generosidad y de la lealtad, entre muchos otros que
Enrique cultivó, podría cifrarse el itinerario de su existencia.
Fue siempre generoso
con sus saberes (he reiterado con absoluta convicción que Enrique era la
persona que más sabía acerca de Gardel en todo el planeta Tierra, y una de las
personas que más sabía del tango en el mismo planeta. Si acaso existen otros
que sepan más, en los confines siderales de la galaxia, yo no lo puedo afirmar).
Fue generoso en
conectar a personas con gustos afines y fue generoso, además, en el plano
material, porque era muy dado a obsequiar libros que hallaba en sus anaqueles y
que suponía que podían ser de interés para el destinatario.
Era pródigo en
anécdotas de personajes que estimaba como relevantes en algún sentido, era aciculado
en sus reflexiones, era coherente en sus ideas, una coherencia que también
extendió a una modalidad de pensamiento agnóstico muy de tono borgeano.
Menciono esto último porque del tema de la religión hablamos repetidamente y, a
veces, haciéndonos cómplices de una ironía algo irreverente, pero sin malicia y
bien humorística, porque él conocía y respetaba mucho mi simpatía por el
fenómeno religioso en general, y mis vinculaciones amicales con el clero de
varios ritos.
Recuerdo que en
una ocasión sostuvimos, con fingida solemnidad y de común consenso, en una mesa
del Florida Garden, que la existencia
mortificante del mosquito (lejos aún de prever estas plagas recientes) podía
llegar a esgrimirse como una prueba irrefutable de la inexistencia de Dios. A
lo cual agregó él, con más seriedad y llamativa compasión, que la prueba
definitiva, en rigor, podría ser el sufrimiento del reino animal:
–Imagínese Usted, Oscar (me decía, porque siempre nos tratamos de Usted), un animal cualquiera, un león, que anda en la selva con una espina
clavada en la garra, y no la puede remover, y luego se infecta y así pasa días
enteros… qué espanto por favor… ¿Cómo podría un Dios permitir ese sufrimiento?-
Recuerdo,
también, el horror absoluto que le causaban los crímenes y las violencias de
todo género. Era un hombre apacible por naturaleza, honestamente asido a una
“moral sin dogmas”, como Ingenieros, profundamente preocupado y dolido en su
interior (especialmente en los últimos años) por la tragedia sin fin de la
Argentina. Era, sin duda, un patriota que abominaba de la corrupción política
(aunque, por momentos, llegaba a pecar de cierto esquematismo maniqueo que,
invariablemente, cargaba sobre el peronismo la suma de los males nacionales) y
admiraba a los grandes hombres del pasado, a aquellos que habían aportado su
cuota a la grandeza pretérita del país. Entre ellos estaba Gardel, a quien
juzgaba un fenómeno tan excepcional como inagotable.
Su preferencia
estética lo orientaba en el sentido de la belleza de las formas nobles, ya
fuera una pieza musical (escuchaba buena música, tanto clásica como popular),
una pintura, un grabado, una escultura o un objeto cualquiera de anticuariado,
de ésos que ennoblece la pátina de los años. Esto explica su experimentado paso
por los remates de antigüedades, su ojo clínico para ese rubro y la concreción
de su propio negocio. Recuerdo aquel local en la Galería “Las Victorias” y tengo
muy presente aquel otro más reciente, de doble superficie y con sótano, en la
Galería “Larreta”. Allí solía entrar yo, de pasada o de camino hacia el sushi
bar Murasaki, para echar un párrafo
que, con frecuencia, concluíamos en el Florida
Garden o en el café de al lado (cuyo nombre se me escapa), sobre la calle Florida.
Otros contertulios pudieron sumarse al convivio
de vez en cuando.
En esta hora de
ausencia irreparable, lamento no haberlo visitado con más frecuencia, al menos
en 2023.
Aquella tienda de
anticuariado llegó a ser, más que un comercio, una excusa para ir à la recherche de temps perdu, porque
(quizá éramos “proustianos” sin darnos cuenta) nos movía el impulso de una
reflexión psicológica sin tensiones dialécticas sobre la literatura, sobre el
arte, sobre la historia, sobre los recuerdos y, corsi e ricorsi, sobre el paso inexorable del tiempo.
En cualquier
caso, ambos sabíamos que la Argentina estaba muy lejos del nimbo de sus pasados
esplendores. Y que, ante la escala fenomenal de esa decadencia (la vergüenza de haber sido / y el dolor de
ya no ser…), no había razones objetivas en el corto plazo para atesorar una
gran esperanza colectiva. Sólo quedaba el consuelo de contemplar los gloriosos vestigios
materiales en pie o los registros impresos de aquella época dorada, y compartir
narrativamente, en voz alta, esa experiencia, entre amigos.
Y digo “en voz
alta” porque Enrique, aparte del talento que demostró en el oficio de la pluma,
atque solerti ingenium, fue un
maestro de la causerie, de ese arte
perdido de la conversación miscelánea salpicada de rariora, del guiño y el sobreentendido, de la viñeta cotidiana, de
la apología vindicatoria… o la reprobación justificada desde un sentido crítico,
acidulado y despojado de sentimentalismo. En este último ítem, más de una vez coincidimos en el desprecio visceral hacia
algunos personajes encumbrados sin mérito por la “corrección política” vernácula
y la estupidez humana, que no mencionaré por cuestiones de delicadeza.
Quizá en el
ejercicio de ese fino ingenio, mental y verbal (porque no era en modo alguno un
lenguaraz, de los que llenan el aire como un guaro, con palabras huecas en
reemplazo de las ideas vacantes) residía, también, su testimonio, como eslabón
de una cadena rota: la cadena de una “identidad porteña” hecha de ideales y de
lealtades, de buenos modales y de buen gusto, de cultura libresca y a la vez
del saber empírico de quien posee “calle” y frecuentó las noches de una ciudad
que, ahora, sólo existe en el territorio onírico de la memoria y en los relatos
ajenos. Precisamente, solía decirme que uno de los méritos de la biografía de
Gardel escrita por el inglés Simon Collier (que me mandó a comprar y a leer
perentoriamente, como quien manda a un chico a hacer un mandado o una tarea
escolar: -Vaya a comprarla hoy mismo al
Ateneo- me indicó. Y así procedí, con obediencia discipular), es el haber
logrado una pintura de esa contextualidad epocal tan difícil de explicar, que
él llamaba “el ambiente”. Ese ambiente porteño de una época que, insisto,
Enrique sabía con total realismo (alguna vez dijo que el tango había muerto y
era un episodio arqueológico) que ya no iba a volver.
A Espina Rawson
se lo asocia con Gardel, naturalmente, y también con la materia del tango. Y es
correcto, porque en ambos campos desplegó su pericia. Hasta se dio el lujo de
producir un relato contra fáctico e hilarante, ¡acerca de los cien peores tangos!
(quien no lo haya leído, debería hacerlo). En cambio, con Gardel no bromeaba: sus
libros “Disparen sobre Gardel”, “Gardel inédito” y “Archivo Gardel”, son
aportes científicos para la construcción del sujeto histórico biografiado.
Pero, decía antes,
que la versación poético-musical de Enrique excedía el perímetro de Gardel y
del tango. Me acuerdo de ésa oportunidad en que, sentados en el café Josephina´s de la calle Guido, lo
consulté acerca de la versión de la zamba “De Simoca”, que grabó el “Chango”
Rodríguez. Su respuesta, sin libreto previo, fue desgranando una lección de
folklore; y, de paso, dejó en claro su repudio al cantante por el crimen que lo
llevó a la cárcel. El reflejo ético y el rechazo a la violencia, como marcas
sustantivas de su personalidad, se le colaban a Enrique, lo atravesaban y no
podía evitarlo.
Esa misma ética
fue el motor dinámico de sus confrontaciones con los negadores del Gardel
nacido en Francia y, a la vez, postuladores del Gardel nacido en Tacuarembó.
No podía tolerar,
ya no la discreta insinuación, sino la descarada proclamación Urbi et Orbis de una falsedad sin
fundamentos, sin probanzas heurísticas, contraria a los documentos auténticos
que existen, y que, para peor, dejaba a la señora Berta Gardes (la madre de
Carlos) en el incómodo lugar de la prostitución en la otra orilla del Plata. Y,
tanto lo arrebataba de justa ira esta pretensión anti histórica, como la
pasividad silente de la Academia del Tango y de los gobiernos nacional y local,
que evitaban pronunciarse en forma categórica.
Contra esa
conjunción de audacia de un lado y de mutismo del otro, protestó valientemente
y lo hizo más de una vez, dejando en negro sobre blanco que no era una reyerta
contra los uruguayos en su conjunto, sino contra aquellos, de cualquier banda
del río color de león, que pusieran en duda las certezas historiográficas ya
adquiridas. En esa fragua también templó su lealtad a Gardel y a la verdad sobre
Gardel.
¿Quedan otras
cosas por decir acerca de Enrique Espina Rawson? Sin duda que si, porque la
polivalencia de su figura como periodista, ensayista, escritor de ficción,
historiador, intérprete de la ciudad que lo vio nacer (no quiero olvidar mencionar
esas breves crónicas de apreciación arquitectónica y urbana, de calidad bijou, que publicaba en la revista de Izsrastzoff, con ese título de “Fervor por Buenos Aires”
que evidenciaba sus arraigos afectivos a la ciudad que era su paisaje cotidiano)
y polemista gardeliano, reclama que otros narradores sigan escribiendo acerca
de su vida y de sus obras. Hay por delante mucha tela para cortar.
De momento, y
desde el fondo de la enorme pena que me causa la partida de Enrique hacia “un”
reino que no es de este mundo, mi discurso enmudece, no por falta de palabras
(para eso está el idioma castellano adaptado al medio porteño, que mi amigo
hablaba con tanta propiedad), sino por la dificultad punzante de referirme a él…
en tiempo pasado.
Prueba ello de
que “ese” reino invisible, donde habita desde ahora, es ya el territorio sin
fin de la memoria.
Gracias Oscar, un gran retrato de una amistad celebrada en torno de él gran Carlos Gardel!!!
ResponderBorrarMuy bien has descripto a mi querido tio. Felicitaciones y gracias por tan merecido homenaje.
ResponderBorrarLas palabras se muestran indigentes cuando la pérdida de un amigo tan excepcionalmente culto y generoso nos empobrece tanto...
ResponderBorrarAl menos nos queda el privilegio de recordarlo.
oadm
Gracias Oscar, por revelar aspectos desconocidos de alguien conocido al que no supe valorar por completo. Dios lo reciba en el seno de Abraham!
ResponderBorrarMuy bueno lo del ámbito proustiano. Mucha clase, lucidez y admiración. El texto está buenisimo.
ResponderBorrarexcelente!!!
ResponderBorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarSigamos recordando al querido Enrique!
ResponderBorrarGracias
oadm