La mirada y la interpretación de Oscar Andrés De Masi, arqueógrafo

miércoles, 20 de septiembre de 2023

TRAS LA VISITA A LA MUESTRA “EL TRANSBORDADOR” DE LEONARDO GOTLEYB

Por Oscar Andrés De Masi

Para Viaje a las Estatuas

Setiembre 2023




De entrada digo que, a mi entender, la obra de Leonardo Gotleyb (ésta que he visitado y quizá todo el resto) reclama, para un abordaje fenomenológico de su iconicidad, un doble nivel de lectura trágica: la fatal decadencia de la sociedad industrial (aquí, allá y en todas partes…) y la no menos fatal decadencia de la industria nacional. ¿Quizá ambos sentidos se conjugan, como se conjuga lo cóncavo con lo convexo? ¿o quizá no? Lo ignoro de momento y prefiero suspender mi juicio. 


No incurriré aquí en el lugar común, meramente perceptual, de decir que los grabados de Gotleyb se parecen a las Carceri d´invenzione de Piranesi… Mea culpa: ya lo dije en otra ocasión, categóricamente, y ahora me arrepiento de no haber calibrado un poco más mi oronda aserción. Pero la visita a la muestra “El Transbordador” (correctamente exhibida en un lugar excepcional, ubicado en un barrio que derrocha historia y edilicia) me concede, ahora, la oportunidad de enmendar aquel impromptu y apalancar mi comentario (más ontológico que estético) en el contraste entre ambos maestros del grabado: el italiano y el argentino. 


Pero qué obviedad ¡claro que se parecen!... como un mono se parece a un homo sapiens, como un gato se parece a un puma, como un perro se parece a un lobo, como un arpeo se parece a un tenedor (de lejos), o como una ménsula se parece a una imposta. Maguer sus semejanzas, son entes distintos.


En ambos artistas, las analogías secundarias, que son meramente accidentales (monocromía, tendencia a las líneas diagonales, aumento de escala por obra de la perspectiva del plano contrapicado, perfecto dominio de la línea, impronta ruinista, etcétera) no podrían pasar de ser precisamente eso: accidentes en términos aristotélicos. Lo mismo el hecho de que compartan ese minarete epocal que los convierte en testigos de un mundo expoliado. 


¿Dónde están, pues, las diferencias sustanciales?


La sustancia de la obra de Piranesi parecería ser el agobio claustral sumado al empuje vertical (no necesariamente ascendente) del recinto de piedra, interferido por escalones, puentes, cadenas, cordeles, aldabones, rastrillos, óculos y enjutas, abalorios arquitecturales que distraen a la mente de esa asfixia cataléptica convocada por los ámbitos soterrados y sin salida. No es igual en la deixis espacial que dibuja Gotleyb, que, aunque intrincada y arácnida, permanece abierta a una intemperie que testifica el telón de fondo del firmamento, sea blanco o sea negro.


Lo sustantivo, en Piranesi, es la metáfora ominosa de una Roma pretérita, saqueada, oculta, inhumada, funeraria, abisal, subyacente, fascinante, tremenda, maldecida y maldita, trasegada de escaleras que conducen a pasarelas inútiles, moteada por las siluetas minúsculas de visitantes sin rostro. Se trata, quizá y en la imaginación de un escenógrafo, del anapiesma corroído que sostiene el escenario de las mil ruinas esparcidas por la Urbe. Por eso, la figuración de las vedutte, con todo y su exageración desastrada (la naturaleza omnívora que hace formas de las formas… según el verso de la Metamorfosis de Ovidio que citó Piranesi en su Parere), guarda correspondencia con la neo-figuración de esas ergástulas monumentales y esas mazmorras larvadas, que se hunden en la topografía de un inframundo negado al ojo del caminante. 


Las Cárceles de Piranesi son el soporte hueco de una Roma superficiaria que es ya un cadáver secular en lenta descomposición. Si hay vida en aquellas criptas antiguas e infernales (etimológicamente, los “reinos bajos”), es una vida tan minúscula y tan efímera como los gusanos que carcomen los sepulcros. He allí esas pequeñas presencias humanas, irreconocibles, aisladas y reducidas a un protagonismo entomológico. 


La Roma de Piranesi se precipita en el vientre de la tierra, porque alguna vez tocó, en el cielo empíreo, el nimbo de los dioses inmortales. No podría ser así en estas pampas y en estas riberas. No llegamos tan alto.


Los dibujos de Gotleyb, en cambio, son el registro de una devastación implosiva, repentina, instantánea, inesperada, innecesaria, oprobiosa, antrópica antes que catastrófica, sin rastros del fuego, ni siquiera del polvo que exudan los escombros.


Son ruinas asépticas, quirúrgicas (como obedeciendo a un plan de desguace pulcramente ejecutado), mostrencas de subsuelos ancestrales donde anclar, siquiera, la memoria de un pasado de gloria derrochada, que nunca volverá. 


No existe en los paisajes ferrosos del maestro chaqueño la aridez de las tierras yermas que invitan a soñar con el oasis. Tampoco el peso inasible y tectónico de la piedra, que subordina su masa, dócilmente, a la gravedad, porque los vestigios del hierro sorprendidos por la destrucción han quedado suspensos en tales equilibrios inestables que, al revés, desafían la ley newtoniana. Permanecen sus perfiles enhiestos, los puntales ciclópeos de sus vigas y sus parhileras, o la trabazón de sus armazones tachonados, como único memorándum de una ambición ascencional que duró lo que dura el galope de un caballo, visto desde una tronera: un instante nomás. Así pasó el esplendor argentino.


Las moradas piranesianas aspiran a la perpetuidad lapidaria, que es el eco del mundo clásico donde se suceden los eones, los linajes y los centauros; las de Gotleyb se saben condenadas a la oxidación, que es el precio de un mundo tecnológico que reniega de las genealogías, de los abolengos y de los oráculos.


Si no hay vida aparente en los grabados de Gotleyb, tampoco hay la pestilencia cadavérica y el moho vermicular con que nos convida Piranesi. Más bien hay esqueletos descomunales, silentes, insípidos e inodoros, como conviene a cualquier apocalipsis postindustrial. La antigüedad es un pasado ausente en su obra, así como la modernidad es un futuro devastado: sólo permanece un presente elongado en sí mismo, sin preguntas ni respuestas. Porque mientras la ruina antigua espera la consumación en el silencio, la moderna en cambio ha quedado muda, y apenas, de tanto en tanto, gime con el crujir de sus entrañas metálicas.


Quizá Leonardo Gotleyb haya escuchado -en una de esas noches en que la luna riela sobre el Riachuelo de los Navíos-, la voz quejumbrosa de los colosos abatidos o del puente solitario (casi el último dinosaurio de su especie), confundiendo su crepitar óseo con el telegráfico trinar de los grillos. O quizá fue la oneirataxia de una breve vigilia, narcotizada por el éter de las tintas y la fatiga de los tórculos, el medio angélico que condujo su fantasía. ¿Quién podría saberlo? Ni siquiera él mismo (pues, si lo supiera, no sería el gran artista que es).


En cualquier caso, su fidelidad como habitante del paisaje portuario cuya iconicidad lo habita literalmente cada día, va a la par de su maestría técnica como xilógrafo. Y lo que difícilmente expresarían las palabras (con esa pretensión definidora que denunció Rodolfo Kusch) él lo ha pronunciado con su inspiración. La maniobra operaria de sus manos imperando sobre el taco hizo el resto. Y lo hizo bien.


No se si habrá un mensaje en las obras de Leo Gotleyb. Tal vez lo haya (porque la inspiración es una especie de “profetismo de grado natural” como enseña la vieja escolástica judeo-cristiana). Y quizá ese mensaje sea que, aún en el colapso desolador de las ruinas urbanas que son metáfora de un paraíso perdido, se cuela por alguna raja oscura la utopía de un reino infinito que no es de este mundo, tan congruente con el orden invisible de las cosas como la congruencia de simetrías que pueblan estos grabados.  


En cualquier caso, si toda visión tiene lugar en alguna parte del espacio táctil, como sostuvo Merleau-Ponty, si esa pared ineludible en que finaliza nuestro acto de ver es el “obstáculo calado y trabajado mediante vacíos” (cito ahora a Didi-Huberman), entonces la única forma de comprender las obras de este singular artista a quien me atrevo a llamar mi amigo (porque él me ha intitulado de tal guisa) será cerrar los ojos, alargar la mano y “ver” qué ocurre…









4 comentarios:

  1. Qué maravilla poder leer este texto, pero más aún haber podido despertar en un otro, en este caso por suerte con nombre y apellido. Invocar en un observador privilegiado como es el caso del Dr. Oscar De Masi, un viaje no ya a las estatuas, sino al pasado, al presente y al futuro de manera circular!

    Un prodigio textual de tal magnitud que desafía los relatos de los mitos fundacionales a la hora de crear imágenes!

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  2. Tú las creas con las formas. Yo las creo con las palabras.
    La tinta es una constante...
    OADM

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  3. Excelente análisis de la obra de un artista notable. Abrazo. Gasió

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  4. Nos alegramos en sintonía coral, que la obra te agrade y que el análisis te haya resultado apropiado!
    Abrazo

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