La mirada y la interpretación de Oscar Andrés De Masi, arqueógrafo

lunes, 17 de marzo de 2025

NOS DEJÓ HARTO CONSUELO SU MEMORIA… ARQUITECTO JULIO CACCIATORE +14-III-2025

 



A Julio Cacciatore “lo heredé”, virtualmente, como amigo. Quiero decir que fue Alberto de Paula quien me transfirió esa amistad sin despojarse de ella, como un legado anticipado y, quizá, el más valioso de cuanto me legó.

 

– “Se van a hacer amigos muy rápido” –, me dijo. Y no se equivocó.

 

La celeridad de aquella empatía transformada en amistad sin esperar a “consumir dos talegas de sal”, como prescribía Aristóteles, se cimentaba en que compartíamos no sólo el interés por la arquitectura y el arte como fenómenos históricos, sino, además, otros intereses como los relatos biográficos, las genealogías nobiliarias, las princesas del Palatinado, la literatura en general (recuerdo una discusión acerca de Daphne du Maurier y sus potenciales lectores argentinos; o aquella otra acerca de la psicopatía subyacente en La gloria de don Ramiro; o el ejercicio de repetir, de memoria, los nombres de los personajes de las novelas de Ocantos…), el teatro clásico, la música clásica y la ópera, el patrimonio funerario, las palabras en inglés, las palabras en francés, las palabras en italiano, las palabras en latín y las palabras en cualquier idioma vivo o muerto, el Protestantismo y la Ortodoxia, los enigmas de todo género (por enésima vez nos preguntábamos si Pierre Benoit ¿era el Delfín de Francia?…) y una miríada de esas otras cosas que pueblan los imaginarios de las personas cultas.

 

Porque Julio, como Alberto, fueron acabados ejemplos de ese “tipo” de argentinos en extinción: aquellos investidos de buenos modales por influjo de familia, y poseedores de una vasta cultura universal, capaces de desplegar conocimientos enciclopédicos pero sin impostar manierismos artificiosos, pronunciando su sapiencia con aquella naturalidad coloquial con que Sócrates aleccionaba a Gorgias o a Fedón en los diálogos platónicos. Curiosamente, hablando del divino Platón, ni Julio ni Alberto frecuentaron la filosofía y nunca supe el por qué.

 

Eran mis dos egregios amigos, pues, parecidos en más de un aspecto, incluso en la melancolía trágica de una hermanita fallecida en la flor de la edad. Ambos sentían el mismo rechazo ante la vulgaridad, la fealdad y la chabacanería, y apelaban a una similar ironía ante los lugares comunes de la estupidez humana; aunque, mientras Alberto podía ser más polemista, Julio prefería el irenismo a la polémica, cultivando los dos esa vía de la moderación que preservaba su soberanía intelectual, según la observación taoísta: la marca de un hombre moderado es la libertad de sus propias ideas.

 

En ambos anidaba una inclinación del espíritu que los hacía incapaces de fermentar envidias o incubar resentimientos. Y siguiendo el axioma de Goethe, sujetaban su vida cotidiana a una disciplina metódica y autoexigente como pulsión de cierta nobleza, porque vivir a capricho y sin ley es cosa plebeya.

 

A despecho de la amplitud de temas que espigaba en su conversación de ejercitado causer, el núcleo del afán investigativo y del magisterio de Julio Cacciatore fue, sin duda, la historia y la crítica de la arquitectura.

 

Recuerdo el primer prólogo que le pedí que escribiera, en 2007, para un libro que yo acababa de traducir y anotar, acerca de la arquitectura budista china. ¿Quién otro, en nuestro medio científico local, hubiera podido abordar ese asunto con soltura y solidez? Julio lo consiguió en aquel escrito breve, donde, ensayando en clave escritural la operación alquímica de solve et coagula y bajo el título panorámico de “De templos y palacios”, mezcló la dosis precisa de saberes teóricos con sus experiencias como viajero frecuente e ilustrado y guía de contingentes turísticos, una de sus facetas más conspicuas.

 

Otros tres prólogos más recientes, para otros tantos libros de mi autoría, condujeron su pensamiento y su pluma hacia temas mas cercanos: la arquitectura religiosa de Buenos Aires y algunos de sus logros más eminentes: la basílica de Nuestra Señora de la Piedad, la Iglesia Ortodoxa Rusa y el templo de la Congregación Evangélica Alemana.

 

Y como Julio era clásico y moderno a la vez, su versación en ambos universos estéticos era notablemente fluida.

 

Las presentaciones de libros que compartimos (que fueron varias y la última en el Concejo Deliberante de San Isidro, el año pasado, convidados por Marcela Fugardo), algunos pocos escritos en coautoría, las visitas interpretativas a sitios patrimoniales (por ejemplo, el castillo Marín-Ibañez en Beccar y la iglesia de Fátima en Martínez, por citar un par nomás de reciente data y que fueron tremendamente entretenidas), las conferencias duales (que dieron motivo a aquella etiqueta jocosa del “dúo jurásico”, en obvia alusión a la suma paleontológica de años de nuestras respectivas edades) fueron otras tantas ocasiones privilegiadas de hacer marchar el discurso y la inventiva a la par suya, que no era tarea fácil por la alta medida de su ciencia y el genio de su talento como conferencista, adjetivado éste último por la característica de la amenidad.

 

Quedaron inconclusos, en lo que respecta a la empresa de investigación en común, cuatro trabajos que habíamos comenzado a bocetar en las proverbiales libretas o cuadernos con renglones que solía utilizar y donde anotaba, con una caligrafía tan rítmica como un electrocardiograma, aunque más legible: un diccionario de la toponimia colonial de Buenos Aires, una antología de las publicaciones dispersas de él (llegamos a compilar más de medio centenar y era, apenas, el asomo del iceberg), una monografía ilustrada acerca de la arquitectura remanente del Estado de Buenos Aires que llegó hasta el siglo XX, y una serie audiovisual donde Julio iría mostrando lugares de Francia que alguna vez visitó (llegamos a grabar apenas tres episodios, pero sólo fue editado en la consola de Thelema Media  el trailer de uno ellos, acerca del palacio Bagatelle). A propósito de este último proyecto, ocurrió el quid del nombre que debía bautizar la serie: luego de media hora de debate estéril, buscando una etiqueta que fuera, a la vez, autosuficiente como un logotipo y sonora como un címbalo, me dijo, con aire de sentencia definitiva: –Bueno che, pongámosle “Viajando con Julio” y listo…– . Confieso que me pareció algo ridículo (porque debe haber cientos de “Julios” en Internet), y apelamos a otro nombre sin ninguna originalidad, que resultó de traducir al español un capítulo de la Guía Michelin: Paris et ses environs, o sea, “Paris y sus alrededores”.

 

A pesar de todo, el rótulo descartado venía a reflejar dos características bien identitarias de Julio: su gusto por los viajes y la falta de solemnidades para definirse a si mismo y presentarse ante el publico. Era, por antonomasia, “Julio”. Y en aquella síntesis de su solo nombre de pila que evocaba a un mes del calendario, a un romano egregio y a un papa renacentista, quedaba asentada una marca muy difícil de hallar en los intelectuales argentinos: el despojarse de infatuaciones pomposas pero sin renunciar a una cuota tolerable de narcisismo de salón, que sacaba a relucir  especialmente cuando se mencionaba a tal o cual ciudad de Europa, y Julio acotaba con la regularidad de una antífona: –Yo me acuerdo, cuando estuve ahí hace ya varios años y ocurrió que…– y bla bla bla. No era de extrañar que repitiera el mismo cuento más de una vez y lo dejábamos correr, porque lo contaba con mucha gracia.

 

Pero no deberíamos llamarnos a engaño al suponer que esa llaneza de su modo discursivo y cierta constante de subestimación de los méritos académicos propios fueran signos de superficialidad. En modo alguno. Como señalé antes, Julio era una persona dotada de una profundidad espiritual y de una cultura formidable que podía ubicarlo, llegado el caso, en la línea de cierta erudición temática, aunque nunca subido al podio del elitismo. Diría que una cuerda más o menos popular y porteña siempre vibró en los intersticios de su mirada, quizá al estilo de un Roberto Gache en el Glosario de la farsa urbana.

 

¿Por qué –me preguntaba a menudo “su” erudición no parecía la erudición de quien puede citar de memoria un párrafo del Somnium de Kepler o la Alexandra de Lycophron o de la Occulta Philosophia de Agrippa de Nettesheim (todos ellos conocimientos inútiles), ni era abrumadora y mucho menos aplastante, como la de otros especialistas? Creo que esa “latencia popular” podría explicarlo, junto a su desapego de toda solemnidad, pero más aún el hecho de que los alardes eruditos no  integraban el cuerpo principal de su discurso, sino que venían arrastrados por sus digresiones tan frecuentes e irrefrenables, revistiéndose, de tal guisa, del estilo anecdótico. En otras palabras, no cargaban con el peso plúmbeo de una nota epistémica al pie de página, sino que eran más bien la pausa que daba lugar a una acotación entre paréntesis, a veces casi un cotilleo o una viñeta, con una afectación más teatral que catedrática.

 

Quizás a él le cupo, más que otros de su generación (y ni qué decir de los de mi generación degenerada a causa de su mediocridad), lo que dijo Baltasar Gracián en El Discreto:

 

“Luce, pues, en algunos, una cierta sabiduría cortesana, una conversable sabrosa erudición que los hace bien recibidos en todas partes y aún buscados de la atenta curiosidad. Un modo de ciencia es éste que no lo enseñan los libros ni que se aprende en las escuelas: cúrsase en los teatros del buen gusto y en el general, tan singular, de la discreción. Hállanse algunos hombres apreciadores de todo sazonado dicho y observadores de todo galante hecho; noticiosos de todo lo corriente en cortes y en campañas. Son los oráculos de la curiosidad y maestros de esta ciencia del buen gusto. Vase comunicando de unos a otros en la erudita conversación y la tradición, puntual, va entregando estas sabrosísimas noticias a los venideros entendidos, como tesoros de la curiosidad y de la discreción…”.

 

Más allá de las taxonomías de Gracián, la subjetividad de Julio era la de un lector omnívoro que coexistía con un observador lúcido, crítico y hasta mordaz, que jamás cayó en la trampa de incurrir en la “corrección” disciplinadora de los modelos “nomológicos” (ésos que son la delicia de los investigadores progresistas del sistema científico estatal financiado con nuestros impuestos), o de la jerga intelectualoide y neo tribal (ibídem) para sustentar su tarea historiográfica. Fue más que nada un “realista descriptivo” de la cepa narrativa évènementielle, un intérprete autorizado y sagaz frente a la potencia semántica de cualquier fenómeno estético, apuntalado siempre en el andamiaje de lecturas inagotables y fraseos convincentes.

 

Las lecciones de Julio Cacciatore venían de la mano del sentido del humor, e invariablemente asumieron como notas mozartianas la ya mentada amenidad, la claridad expositiva, la versatilidad expresiva (hablaba con donaire en el aula, ante las cámaras de TV o por escrito), la contracción al estudio y una extraordinaria capacidad de análisis, derivada de la previa lectio, pero contrastada, como dije antes, con la propia observación.

 

Sin haber intentado formar un discipulado orgánico ni reclutar una claque de corifeos y aplaudidores (aunque logró fidelizar con sus charlas sobre ciudades del mundo a un público femenino culto, de edad mayormente madura), fue, tal vez a su pesar, un indiscutible maestro para varias cohortes de estudiosos de la historia y la estética de la arquitectura. Y lo fue, sobre todo, para los amigos que escuchamos no sólo sus clases y sus conferencias pronunciadas en el estrado profesoral, sino aquellas otras más bien quodlibetales, que desgranaba en las mesas de café del Hipopótamo, el Británico, y Cosdel, o frente a una pizza en La Continental, que serían los sustitutos prosaicos de aquellos atrios cortesanos que evocaba Gracián.

 

Otro rasgo que lo caracterizó, según mi parecer, fue su actitud de permanente disponibilidad, ese hábito o segunda naturaleza que lo inclinaba a aceptar cualquier convite, a la hora de acompañar un esfuerzo cultural, ya fuera un prólogo, un artículo, una clase, una conferencia o una visita guiada. Y no se trataba de que ocupara él, siempre, el centro de la escena: sabía funcionar como “extra”, cuando el tablado tenía dueño.

 

Recuerdo aquella vez que los invité a él y a Carlos Hilger a tributar un homenaje al sabio filólogo Calandrelli en el Cementerio de la Recoleta. Resultó un protocolo algo extravagante, porque los únicos participantes fuimos nosotros tres, aunque no faltó el discurso apologético que leí apud sepulchrum, ante el silencio circunstanciado y ritual de mis dos camaradas. Como era previsible, el posterior café que tomamos en La Biela se prolongó más que la ceremonia.

 

Pero como Julio era humano, el catálogo de sus virtudes pudo quedar y quedó interferido con algún defecto, tan cómico y tan poco premeditado, que ni defecto parece a la distancia (como aquello que decía San Agustín, que las virtudes de los paganos eran vicios espléndidos…) y, por eso mismo, algún día, cuando pase este duelo, lo traeré a colación, animus iocandi, como decían los romanos antiguos. Pero no ahora ni aquí.

 

 

 

Su incorporación y su compromiso con la Diplomatura en Historia y Patrimonio de San Isidro y el Pago de la Costa (a la cual lo convocamos con la certeza de su aceptación más entusiasta y así ocurrió, sin importar el viaje semanal, en tren, hasta finisterra… o sea, hasta San Isidro) se reflejó, durante los últimos tres años, en las bambalinas de ese backstage de sus clases, que fueron las “reuniones de los miércoles” (sic) en la casa de Marcela Fugardo en Martínez. Ellos dos tejieron, sobre una mesa Saarinen invadida por libros, revistas y fotos, y en el arabesco invisible del ir y venir de la discusión docente entre dos generaciones de la misma profesión, la urdimbre de un material de cátedra de excepcional valor para los estudios regionales, que alguna vez debiera quedar impreso.

 

Sin duda, este desafío de la Diplomatura lo acercó, de nuevo, al territorio de la ribera norte, donde también confluían sus saberes teóricos con otros abordajes empíricos de aquellas geografías urbanas que, especialmente en la zona de Olivos, frecuentó durante años por razones docentes (en el Colegio San Andrés) o tan puramente sociales, como el concurrir a una boîte o una confitería de moda.

 

De su paso icónico por la revista Summa, o su tarea como laborioso cantero en los yacimientos documentales para las publicaciones del CEDODAL, o su trabajo como editor de algunos números de los “Anales del Instituto de Arte Americano”, o su vínculo afectivo -casi patológico- con el Museo Argentino del Títere (aventura en que lo acompañé hasta el hartazgo… mío), o sus clases en el CUDES, no hablaré aquí, porque debieran enarbolar la palabra de homenaje quienes representan a esas instituciones.

 

Agregaré solamente una mención de su incorporación a la Comisión Nacional de Monumentos y Lugares Históricos, como asesor honorario, convocado coralmente por De Paula, por Martín Repetto y por mi (en tiempos más airosos del organismo, mordisqueado hoy por la carcoma del desprestigio, como a menudo lo comentábamos, que bien patente queda en el abandono del histórico Cabildo como su sede natural y fundacional, que Julio repudió en un escrito breve para la revista Habitat), y aquel memorable dictamen suyo que dio soporte a la declaratoria como Monumento Histórico Nacional de la Escuela de Comercio “Dr. Antonio Bermejo”, ante cuya fachada y sus desajustes gastábamos ratos de discusión peripatética, en particular acerca del zócalo que soporta las semicolumnas (que dimos en bautizar “zócalo-saledizo-ortogonal-modelo-barra-de-lechería-de-antaño-con-tapas-de-mármol”… y si no me creen vayan a verlo…), cuando era el caso de pasar por allí.

 

Además, durante varios sábados fue docente de un curso extracurricular en la Escuela Nacional de Museología, durante mi breve regencia del instituto (y creo que luego de mi retiro no volvieron a convocarlo).

 

Pero todo aquello pertenece al pasado: ahora y desde el 14 de marzo de 2025, el candil de su existencia corpórea se ha apagado.

 

¿Qué nos queda entonces? Nos queda la flama de la memoria, que es más saturnina que venusina, porque arde sin quemar, y nos provee en su trémulo parpadeo el consuelo de un cierto modo de pervivencia poética (… nos dejó harto consuelo su memoria…): he allí la visión del amigo, evocado por el fantasma de la mente, tan ocurrente y saleroso, tal cual lo conocimos en los años de plenitud de su élan; que fueron esplendentes, muchos y longevos, porque siguió prodigando su colaboración hasta diciembre del año pasado, cuando grabó la presentación del libro que reúne mis diálogos con Susana Speroni acerca de la Museología argentina contemporánea.

 

Aquella fue su última participación académica, en un aula de la USI. Triste privilegio, podrá decirse; pero timbre y blasón al fin, para una Universidad que, por razón de su mocedad, carece aún de tradición sedimentada, pero aspira a tenerla. El profesor Cacciatore prestigió sus claustros hasta el final y quizá hubiera sido un acto inteligente y merecido el otorgarle un doctorado honoris causa.

 

La sensación de vacío metafísico que nos deja su partida entra en tensión punzante con la imagen vívida, cinética, sensorial, que acude a la imaginación al pensar en él. Indicio inerrante de que, por una larga temporada, nos costará - y mucho- hablar de Julio como si ya no estuviera entre nosotros.

 

¿Hasta dónde llegamos a conocerlo? Es una pregunta sin respuesta. Como en el caso de Alberto de Paula, por más que se prodigara en el terreno de la más abierta amistad, por más que exhibiera la señal constante de un carácter jovial, por más que en apariencia no le pidiera a la vida más de lo que la vida le había concedido, había sin embargo en él (en ellos) un núcleo recóndito cuyo acceso nos estaba vedado. Como si en el fondo más profundo de su ser hubieran reservado para si (y para nadie más) esa “torre del homenaje”, que era el baluarte último de un castillo medieval. Esos cerrojos no los franquearon ni siquiera a sus amigos. Y si en aquellas ergástulas del corazón se constreñía algún Purgatorio personal o algún karma ancestral no saldado, pudimos apenas sospecharlo, pero nunca lo sabremos con certeza.

 

Quizá él, donde quiera que se encuentre ahora, podrá repetir las palabras de Carl Jung (Memories, Dreams, Reflections), dichas como cerrando el balance su existencia: “La vida es –o tiene– sentido y sinsentido. Abrigo la ansiosa esperanza de que el sentido pese más y gane la batalla…”.

 

Yo creo categóricamente que “el sentido” ha triunfado en esa tensión vital de mi querido amigo Julio Cacciatore, desplegada en más de ocho décadas de aprendizaje, labor y magisterio.

 

OADM, BA, 15-III-2025




 

 


martes, 4 de marzo de 2025

EL DESTINO ACIAGO DE LA ARQUITECTURA ITALIANIZANTE EN EL DISTRITO SUR DE BA




Lo que ven en las dos imágenes es, apenas, una muestra, ubicada en la avenida Vélez Sarsfield, entre Barracas y Parque Patricios. Un caso más, como un facsímil de otros cientos. La bella arquitectura inspirada en los Tratados italianos, que se prodigó en la Capital y el resto del país 🇦🇷de la mano maestra de arquitectos, constructores y albañiles venidos de Italia, como un eco tardío del Renacimiento y sus pulsiones clásicas, hoy es un PATRIMONIO EN RIESGO.

¿A alguien con responsabilidades gubernamentales le importa? No parece.

No he sabido que exista un PLAN INTEGRAL DE PRESERVACIÓN Y RESCATE de estas fachadas específicas. Ya sabemos que la normativa que vigente poco y nada preserva.

Y no hablo aquí de una mera protección preventiva con criterio cronológico, pues basta con ver el estado que ofrecen estos especímenes, en todos los barrios. Es evidente que la normativa no protege lo suficiente.

Estamos ante edificios patrimoniales que hablan de quienes fuimos y de donde proviene nuestra cultura, o lo poco que queda de ella.

Estos ejemplares espléndidos van sufriendo la suma de los agravios posibles en su materialidad, en una gradiente que va, desde la falta de aseo y mantenimiento, junto a deterioros superficiales, hasta la pérdida de revoques y relieves, la degradación causada por intervenciones inadecuadas y mersas, reemplazos incorrectos de partes, ruina y, finalmente, la demolición para dar lugar a un nuevo adefesio.

¿Qué destino le espera a este edificio? No cuesta mucho esfuerzo imaginar lo que preludia la mampara. Sobran los antecedentes en abono del pronóstico pesimista, en una ciudad que viene despojándose de su mejor pasado, a cambio de un presente en acto continuo que anuncia un futuro sin tradición ni identidad.







LA LECCIÓN DEL “ÚLTIMO” ALBERDI, ACERCA DE LOS LIBERALES AREGENTINOS…

Por OADM

Para Viaje a las Estatuas, febrero 2024 



La Argentina es gobernada en este momento por un partido político cuya historia es una página en blanco, que se dice libertario y que pregona la libertad liberal como bandera y programa. 


Me pareció interesante, además de mostrar hoy una estatua de Juan Bautista Alberdi (a quien esta facción gobernante dice reverenciar como padre fundador de nuestras “ideas de la libertad” republicana), recuperar una frase de sus Escritos Póstumos (aquellos que comenzó a recopilar su hijo Manuel y, luego, Francisco Cruz).


Porque ocurre que no hay un Alberdi unívoco



Aquí, en la cita que les propongo, se trasunta un Alberdi que se ha desencantado de los espejismos ideológicos iluministas y librecambistas, plasmados en las “Bases” de 1852, que no hicieron más que conducir al país a un esquema de dependencia foránea y fracasos reiterados en su sistema de representación democrática.


Este “otro” Alberdi, el que habló de Rosas con juicio equilibrado*  y lo visitó en Inglaterra durante su propio exilio provocado por los unitarios triunfantes, el la “Peregrinación a la luz del día”, el de “la Monarquía como mejor forma de gobierno en Sudamérica” o, simple y llanamente, el de los “escritos póstumos”… no agrada a los liberales y prefieren “cancelarlo” como referencia doctrinaria, quedándose solamente con una versión de Alberdi funcional a sus manifiestos y slogans.


Pero veamos qué dijo acerca de los liberales argentinos uno de los “padres” del liberalismo político y económico, argentino e hispanoamericano:


Los liberales argentinos son amantes de una deidad que no han visto ni conocen. 

Ser libres, para ellos, no consiste en gobernarse a si mismos, sino en gobernar a los otros. 

La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad.

El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo…”.


Juan Bautista Alberdi, “Escritos póstumos”, X, 1872




* Con este juicio conciso, Alberdi no sólo desenmascaraba al liberalismo vernáculo, sino que recuperaba un topos de las ideas republicanas clásicas, de Montesquieu a Tocqueville y aún después: el problema de la virtud.






sábado, 30 de noviembre de 2024

CIERRE DEL AÑO ACADÉMICO 2024 EN EL INSTITUTO VOCACIONAL SAN JOSÉ


EL PROF. DE MASI DICTA UNA CLASE ESPECIAL ACERCA DE LOS ORÍGENES DE LA DIVERSIDAD RELIGIOSA EN BUENOS AIRES, A LOS SEMINARISTAS DEL INSTITUTO VOCACIONAL SAN JOSÉ (DEPENDIENTE DEL SEMINARIO DEL ARZOBISPADO DE BUENOS AIRES) EN SU SEDE DE LAS BARRANCAS DE SAN ISIDRO. A LA IZQUIERDA, EL DIRECTOR DEL INSTITUTO Y QUERIDO AMIGO, P. JUAN PABLO BALLESTEROS.

 

LA FOTO, UNA INSTANTÁNEA DE GRAN EFECTO DINÁMICO, GENTILEZA ARQ. MARCELA FUGARDO.





sábado, 19 de octubre de 2024

UN RECUERDO DEL DR. GERMÁN ORDUNA

Por Oscar Andrés De Masi




NOTA: Enterado de la noticia del inicio, en Buenos Aires, de la causa de beatificación del Dr. Germán Orduna, e invitado amablemente por su hijo, el arquitecto Martín Orduna, en el contexto de un encuentro que compartimos hace unos días con mi querido amigo el arquitecto Guillermo Frontera, escribí este recuerdo. Aunque la memoria es siempre una interferencia en la objetividad histórica, creo que, en el presente caso, la evocación es fiel, tanto a la persona evocada como a mi percepción de esa misma persona en aquel momento.

 

Al Dr. Germán Orduna lo conocí en el año 1991, por el azar de las circunstancias. Yo era un joven funcionario del Ministerio de Educación y me había sido encomendada la ingrata tarea de desalojar un Instituto de Filología Hispanoamericana que ocupaba un local en la planta baja del Palacio Sarmiento. Aunque nadie en el vértice de la jerarquía ministerial sabía a ciencia cierta qué tarea desarrollaba el Instituto (o nadie me lo supo explicar con precisión), se había formado el raro y prejuicioso consenso de que ese sector debía ser desocupado a toda costa, para alojar en su lugar a otra dependencia, supuestamente más productiva.

 

Por inclinación de mi propia naturaleza y por la empatía “hispanista” que me despertó a priori aquel establecimiento científico (cuya existencia ignoraba hasta entonces), no iba a cumplir la directiva de manera tan mecánica, como dando golpes con el pomo de una espada, y sin antes conocer organolépticamente de qué se trataba. Para ello, solicité una reunión in situ con su director. El día indicado y a la hora señalada, bajé las escaleras de mi oficina, que estaba prácticamente encima del Instituto sobre la calle Marcelo T. de Alvear, y me hice presente.

 

Allí me recibió el Dr. Germán Orduna, investido ante los suyos de la autoridad de un paterfamilia romano, portador de un señorío que le era natural, erguido como una proa y amable hasta donde la cortesía lo permitía (porque él conocía mis instrucciones), ante las miradas disimuladas de sus colegas y becarios, quienes previsiblemente también estaban al tanto de la odiosa situación, ubicados cada cual en su escritorio o gabinete. Todavía recuerdo aquel momento: reinaba el silencio, apenas agrietado por las lacónicas devoluciones de saludos. Eran personas de ambos sexos y de edades diferentes, algunos tan jóvenes como yo o, incluso, quizá más jóvenes. Ello me sorprendió de entrada, porque venía a contradecir, con la fuerza de la evidencia, una de las falacias en que se fundamentaba la instrucción de la mudanza compulsiva: que se trataba de un conventículo de gerontes improductivos, abastionados tenazmente en aquel sitio.

 

Recuerdo, también, esa primera impresión que me causó el porte del Dr. Orduna (que tendría la edad de mi padre más o menos), alto y atildado, prolijamente peinado, abrigado con un pullover azul de lana fina, de cuyo cuello asomaba una camisa blanca y una corbata que, si la memoria no me falla y la imaginación no me engaña, era de hilo tejido. Ese aspecto fue mi segunda sorpresa, porque aquel caballero no parecía en absoluto una ruina arqueológica viviente, y su modo de vestir lograba ese equilibrio propio de los profesores universitarios al estilo europeo, que no exageran la etiqueta ni se despojan de las formas mínimas de un atuendo correcto pero, a la vez, descontracturado.

 

El Dr. Orduna hablaba en tono suave, pronunciando pausadamente cada palabra, de modo tal que la rítmica de su discurso era en si misma un ejercicio filológico. Hablaba con exactitud pero sin afectación; con magisterio pero sin arrogancia; y su tono, aunque era bondadoso, traslucía la convicción indignada de que el Ministerio, del cual yo era nuncio en ese acto, estaba a punto de cometer un grave error; o peor, una arbitrariedad, varias veces insinuada con fuerza de ultimátum, pero ahora inminente.

 

Yo era joven pero no era tonto: percibía que su sentido de la justicia latía en sus venas con presión volcánica; pero veía, a la vez, que su sentido de la etiqueta (aquel Gefühl für Humanität que enarboló el tembloroso anciano Immanuel Kant en sus postrimerías) le impedía entrar en erupción. Tal era la tensión del instante.

 

Me dijo que él sabía de sobra que, en general, los funcionarios que vienen a ejecutar directivas superiores no suelen escuchar razones; y menos todavía querrían enterarse de qué se trataba ese centro de investigación que él dirigía. Quizá sin querer y seguramente harto de los intentos de desalojo que ya había soportado antes, me estaba subestimando. No sabría decir de qué rincón iluminado afloró mi respuesta, cuando le contesté: -“¿Y por qué no prueba a explicarme? Porque no tengo apuro…”-

 

La categórica racionalidad de la contestación fue la coartada suficiente para que el maestro-en-acto-enseñante que habitaba el alma y el corazón del Dr. Orduna se hiciera visible y audible. Allí comenzó una visita guiada por el Instituto y sus tesoros filológicos y literarios. Tesoros del conocimiento custodiados en la vastedad de la biblioteca y la hemeroteca, registrados en los pulquérrimos ficheros y depositados dinámicamente en la materia gris de sus investigadores. Él era, sin duda, el animador y el motor de ese microcosmos, discreto y larvado como una crisálida, que cobijaba el edificio ministerial. Allí, nada estaba de más y nada se echaba de menos, porque cada uno atendía a su tarea, en un clima de estudio y respeto ostensibles. Por más que imperaba el silencio monacal que respira el motto “ora et labora” (fue inevitable para mi el pensar en el contraste con el tráfago que reinaba en los pisos superiores del Ministerio, inficionados de un activismo neurótico), bien lejos estaba el recinto de ser una cripta vermicular. Y, mucho más lejos todavía de ser, o siquiera de aparentar ser, una guarida de holgazanes resistentes al desalojo, como los pintaba alguno, mendazmente, en los despachos cercanos al Ministro. Porque el Dr. Orduna le imprimía su “genio” al lugar, el carácter de excelencia áulica que le proveyó su experiencia en universidades extranjeras y su propio sentido del “deber ser” de las cosas.

 

Cuando la visita concluyó, supe que estaba ante un hombre cabal, sapiente y decente. Aunque no impostaba el rictus hierático de un misticismo subyacente, algo en él dejaba traslucir un sentimiento religioso de la vida.

 

Le garanticé que mientras yo estuviera a cargo de aquel trámite, nadie iba a molestar al Instituto. Y así fue.

 

Días después, y ya enterado de las buenas noticias, me visitó en mi despacho con un par de libros de regalo. La dedicatoria la escribió con una caligrafía casi microscópica. La leí en su presencia y atiné a decirle que él escribía “in tenue labor”, apelando a la frase de Virgilio. Se sonrió y acotó algo así como “ya me sospechaba que Usted tiene sus latines”…

 

Tiempo después regresé a verlo, acompañado de otro gran hispanista, el historiador y mi querido amigo el arquitecto Alberto S.J. de Paula, quien, enterado y entusiasmado por mi relato de la existencia de aquel enclave de Hispanidad, me pidió conocerlo y saludar a su director. Demás está decir que salió encantado y su juicio acerca del Dr. Orduna fue superlativo. Me dijo que en algún sentido le recordaba al P. Furlong, uno de sus mentores, que siendo muy sabio era a la vez muy espiritual, humilde y generoso en prodigar sus saberes.


También, alguna otra vez, volví por una consulta puntual, junto con la Prof. Graciela Maturo, que era mi amiga y dirigía entonces la Biblioteca Nacional de Maestros, ubicada en el mismo edificio.


Pasó el tiempo y concluyó mi trabajo en el Ministerio de Educación. Bajé a despedirme del Dr. Orduna, quien dijo que lamentaba mi partida. Percibí que su expresión era sincera y prometí visitarlo en el futuro.


Lamentablemente, la promesa no pude cumplirla, quizá por la delicadeza de no importunar esa atmósfera de estudio que impregnaba el Instituto. Pero, cada vez que pasaba por esa vereda no tan lejana de mi casa, a mi pensamiento le plugo el recrear aquella escena de mi primera visita, cuando tuve el privilegio de conocer al Dr. Orduna.