Viaje a las estatuas
lunes, 28 de octubre de 2024
sábado, 19 de octubre de 2024
UN RECUERDO DEL DR. GERMÁN ORDUNA
Por Oscar Andrés De Masi
NOTA: Enterado de la noticia del inicio, en Buenos Aires, de la causa de
beatificación del Dr. Germán Orduna, e invitado amablemente por su hijo, el
arquitecto Martín Orduna, en el contexto de un encuentro que compartimos hace
unos días con mi querido amigo el arquitecto Guillermo Frontera, escribí este
recuerdo. Aunque la memoria es siempre una interferencia en la objetividad
histórica, creo que, en el presente caso, la evocación es fiel, tanto a la
persona evocada como a mi percepción de esa misma persona en aquel momento.
Al Dr. Germán Orduna lo conocí en el
año 1991, por el azar de las circunstancias. Yo era un joven funcionario del
Ministerio de Educación y me había sido encomendada la ingrata tarea de
desalojar un Instituto de Filología Hispanoamericana que ocupaba un local en la
planta baja del Palacio Sarmiento. Aunque nadie en el vértice de la jerarquía
ministerial sabía a ciencia cierta qué tarea desarrollaba el Instituto (o nadie
me lo supo explicar con precisión), se había formado el raro y prejuicioso
consenso de que ese sector debía ser desocupado a toda costa, para alojar en su
lugar a otra dependencia, supuestamente más productiva.
Por inclinación de mi propia
naturaleza y por la empatía “hispanista” que me despertó a priori aquel establecimiento científico (cuya existencia ignoraba
hasta entonces), no iba a cumplir la directiva de manera tan mecánica, como
dando golpes con el pomo de una espada, y sin antes conocer organolépticamente de
qué se trataba. Para ello, solicité una reunión in situ con su director. El día indicado y a la hora señalada, bajé
las escaleras de mi oficina, que estaba prácticamente encima del Instituto
sobre la calle Marcelo T. de Alvear, y me hice presente.
Allí me recibió el Dr. Germán Orduna,
investido ante los suyos de la autoridad de un paterfamilia romano, portador de un señorío que le era natural, erguido
como una proa y amable hasta donde la cortesía lo permitía (porque él conocía mis
instrucciones), ante las miradas disimuladas de sus colegas y becarios, quienes
previsiblemente también estaban al tanto de la odiosa situación, ubicados cada
cual en su escritorio o gabinete. Todavía recuerdo aquel momento: reinaba el
silencio, apenas agrietado por las lacónicas devoluciones de saludos. Eran
personas de ambos sexos y de edades diferentes, algunos tan jóvenes como yo o,
incluso, quizá más jóvenes. Ello me sorprendió de entrada, porque venía a
contradecir, con la fuerza de la evidencia, una de las falacias en que se
fundamentaba la instrucción de la mudanza compulsiva: que se trataba de un
conventículo de gerontes improductivos, abastionados tenazmente en aquel sitio.
Recuerdo, también, esa primera
impresión que me causó el porte del Dr. Orduna (que tendría la edad de mi padre
más o menos), alto y atildado, prolijamente peinado, abrigado con un pullover
azul de lana fina, de cuyo cuello asomaba una camisa blanca y una corbata que,
si la memoria no me falla y la imaginación no me engaña, era de hilo tejido.
Ese aspecto fue mi segunda sorpresa, porque aquel caballero no parecía en
absoluto una ruina arqueológica viviente, y su modo de vestir lograba ese
equilibrio propio de los profesores universitarios al estilo europeo, que no
exageran la etiqueta ni se despojan de las formas mínimas de un atuendo
correcto pero, a la vez, descontracturado.
El Dr. Orduna hablaba en tono suave,
pronunciando pausadamente cada palabra, de modo tal que la rítmica de su
discurso era en si misma un ejercicio filológico. Hablaba con exactitud pero
sin afectación; con magisterio pero sin arrogancia; y su tono, aunque era
bondadoso, traslucía la convicción indignada de que el Ministerio, del cual yo
era nuncio en ese acto, estaba a punto de cometer un grave error; o peor, una
arbitrariedad, varias veces insinuada con fuerza de ultimátum, pero ahora
inminente.
Yo era joven pero no era tonto:
percibía que su sentido de la justicia latía en sus venas con presión
volcánica; pero veía, a la vez, que su sentido de la etiqueta (aquel Gefühl für Humanität que enarboló el
tembloroso anciano Immanuel Kant en sus postrimerías) le impedía entrar en
erupción. Tal era la tensión del instante.
Me dijo que él sabía de sobra que,
en general, los funcionarios que vienen a ejecutar directivas superiores no
suelen escuchar razones; y menos todavía querrían enterarse de qué se trataba
ese centro de investigación que él dirigía. Quizá sin querer y seguramente
harto de los intentos de desalojo que ya había soportado antes, me estaba
subestimando. No sabría decir de qué rincón iluminado afloró mi respuesta,
cuando le contesté: -“¿Y por qué no
prueba a explicarme? Porque no tengo apuro…”-
La categórica racionalidad de la
contestación fue la coartada suficiente para que el maestro-en-acto-enseñante que habitaba el alma y el corazón del Dr.
Orduna se hiciera visible y audible. Allí comenzó una visita guiada por el
Instituto y sus tesoros filológicos y literarios. Tesoros del conocimiento
custodiados en la vastedad de la biblioteca y la hemeroteca, registrados en los
pulquérrimos ficheros y depositados dinámicamente en la materia gris de sus
investigadores. Él era, sin duda, el animador y el motor de ese microcosmos,
discreto y larvado como una crisálida, que cobijaba el edificio ministerial.
Allí, nada estaba de más y nada se echaba de menos, porque cada uno atendía a
su tarea, en un clima de estudio y respeto ostensibles. Por más que imperaba el
silencio monacal que respira el motto “ora et labora” (fue inevitable para mi
el pensar en el contraste con el tráfago que reinaba en los pisos superiores
del Ministerio, inficionados de un activismo neurótico), bien lejos estaba el
recinto de ser una cripta vermicular. Y, mucho más lejos todavía de ser, o
siquiera de aparentar ser, una guarida de holgazanes resistentes al desalojo,
como los pintaba alguno, mendazmente, en los despachos cercanos al Ministro.
Porque el Dr. Orduna le imprimía su “genio” al lugar, el carácter de excelencia
áulica que le proveyó su experiencia en universidades extranjeras y su propio
sentido del “deber ser” de las cosas.
Cuando la visita concluyó, supe que
estaba ante un hombre cabal, sapiente y decente. Aunque no impostaba el rictus
hierático de un misticismo subyacente, algo en él dejaba traslucir un
sentimiento religioso de la vida.
Le garanticé que mientras yo estuviera
a cargo de aquel trámite, nadie iba a molestar al Instituto. Y así fue.
Días después, y ya enterado de las buenas
noticias, me visitó en mi despacho con un par de libros de regalo. La
dedicatoria la escribió con una caligrafía casi microscópica. La leí en su
presencia y atiné a decirle que él escribía “in tenue labor”, apelando a la
frase de Virgilio. Se sonrió y acotó algo así como “ya me sospechaba que Usted tiene sus latines”…
Tiempo después regresé a verlo,
acompañado de otro gran hispanista, el historiador y mi querido amigo el
arquitecto Alberto S.J. de Paula, quien, enterado y entusiasmado por mi relato
de la existencia de aquel enclave de Hispanidad, me pidió conocerlo y saludar a
su director. Demás está decir que salió encantado y su juicio acerca del Dr.
Orduna fue superlativo. Me dijo que en algún sentido le recordaba al P.
Furlong, uno de sus mentores, que siendo muy sabio era a la vez muy espiritual,
humilde y generoso en prodigar sus saberes.
También, alguna otra vez, volví por
una consulta puntual, junto con la Prof. Graciela Maturo, que era mi amiga y dirigía
entonces la Biblioteca Nacional de Maestros, ubicada en el mismo edificio.
Pasó el tiempo y concluyó mi trabajo
en el Ministerio de Educación. Bajé a despedirme del Dr. Orduna, quien dijo que
lamentaba mi partida. Percibí que su expresión era sincera y prometí visitarlo
en el futuro.
Lamentablemente, la promesa no pude cumplirla, quizá por la delicadeza de no importunar esa atmósfera de estudio que impregnaba el Instituto. Pero, cada vez que pasaba por esa vereda no tan lejana de mi casa, a mi pensamiento le plugo el recrear aquella escena de mi primera visita, cuando tuve el privilegio de conocer al Dr. Orduna.
viernes, 6 de septiembre de 2024
COSAS QUE ENCUENTRO ESPIGANDO EN VIEJAS PUBLICACIONES: LAS TERTULIAS EN LA TERRAZA DE MANE BERNARDO (+ SARAH BIANCHI + BIANCA COLONNA)
Por Oscar Andrés De Masi
Setiembre de 2024
Siempre hemos hablado con mi amigo Julio Cacciatore de aquellas tertulias auráticas, que por razones de edad yo no pude frecuentar, pero él si pudo.
La
concurrencia de artistas plásticos y escénicos, poetas, astrólogos, y otros
invitados cultos, garantizaba la calidad intelectual del convivio, cuyo
escenario (valga la palabra teatral en este caso) era esa terraza a la
italiana, con su balaustrada como parapeto envolvente, sus baldosones de
cerámica roja como alfombra, la noche estival como bóveda, las estrellas como
luciérnagas y la brisa de San Telmo como "flabellum".
Hemos
recorrido esa terraza de acceso tortuoso, a la luz del día, y no es lo mismo.
Sin embargo, estando in situ, percibimos o creímos percibir el eco de aquellas
voces que la fotografía de la revista "Panorama" de enero de 1967 no
nos revela, pero deja librado a nuestra imaginación. Acaso las muchas plantas
que orlaban, en sus macetas epocales, los contornos del solado, hayan guardado
alguna memoria sutil, que el tiempo se ha llevado consigo...
Son
cinco damas y tres caballeros practicando el arte perdido de la conversación,
bajo el fulgor de las luces de artificio, que tornan el lugar "just a little flickering flame in the middle
of the dark town...". Allí la veo a Mane, sentada de espaldas, y a
Sarah, sentada de frente y con el cabello colorado. A los otros contertulios no
logro identificarlos (¿está allí Julio?, ¿está allí Osvaldo Pacheco?, ¿está
allí Santiago Doria?, ¿está allí Solari Parravicini?, ¿y Bianca Colonna?). Pero
la charla se percibe animada, y los vasos cargados de bebidas sobre las mesitas
se muestran refrescantes.
La
escena entera exhibe un indisimulable clima vintage. Y el punto elegido para la
toma fotográfica es un acierto.
Aquel
momento ha pasado, para siempre. Aquella casa ha cerrado su azotea noctiluca
parlante, como se cierra una boca. Pero el registro capturado por la
fotografía, al menos, seguirá siendo "a poor facsimile of that magical
enclave" ("Tusk" dicxit...).
Nota:
sospecho que cuando Julio Cacciatore lea este post, tendrá algo que comentar...
lunes, 26 de agosto de 2024
FRANCISCO LAUDELINO MUJICA: EL “GAUCHO ARGENTINO” QUE MANDÓ A FUSILAR PANCHO VILLA
Por Oscar Andrés De Masi
Buenos Aires, 24 de agosto de 2024
Accedo con esta
nota a la amable invitación de mi amigo Guillermo Heisinger, para que exprese alguna
reflexión histórica en su blog.
Alguna vez, en
los años de estudiantes universitarios conversamos acerca de las guerras
“cristeras” en México (porque, aunque éramos jóvenes, ni siquiera el tiempo del
recreo lo gastábamos en temas frívolos) y sus rasgos de odio anticatólico
(porque nuestra fe era convencida y apologética), aunque nunca abordamos este
episodio concreto que contiene mi texto, bastante anterior de la revolución
mexicana. No lo conocíamos entonces. Tampoco lo he discutido con mi hermano
Marcelo, pese a que el tema de aquella revolución y su marca “demoníaca” nos
resulta bastante recurrente, porque seguimos siendo gente arraigada en
principios religiosos, cada cual a su modo.
Lo cierto es que
a ambos les sorprendió mi mención del singular episodio que pasaré a contar, supongo
que por naturales razones de empatía nacionalista con la víctima… y de
antipatía moral respecto del victimario.
La historia que
voy a relatar en prieta síntesis trae, en simultáneo, el doble matiz de la viñeta
criolla y la tragedia. Aquel furor revolucionario alcanzó también a un
argentino que, además, era portador de la marca identitaria del gauchismo como
asunto de espectáculo y quizá como algo
más.
¿Quién era Francisco Laudelino Mujica? Porque de
él se trata y ya queda presentado, con nombre y apellido, ante los lectores. ¿Qué lo llevó a México en tan convulsionado
momento histórico?
“Algo” nos dice
que merece ser recordado por sus compatriotas, que somos nosotros. Un “algo”
visceral, que va más allá de la razón y que no perece con el tiempo ni sucumbe
a la carcoma del olvido, como las ramas del enebro antiguo con que Cesare Ripa y la
iconología barroca coronaron la virtud de la “memoria agradecida”. Porque ese
“algo” tiene que ver con aquella verdad
acerca de nosotros mismos que se llama la “identidad” y que siempre en el corazón tendremos esculpida,
parafraseando el verso de don Diego Hurtado de Mendoza que aprendimos en la
escuela.
Francisco Laudelino
Mujica, en la consunción de su vida breve, y más todavía en la tragedia de su
muerte, decidida “allá lejos y hace tiempo”, sin riesgo ninguno para quien
pronunció la condena sumaria pero no se habría animado a enfrentarlo en el
campo del honor, ese “Gaucho Mujica” es parte de nuestra identidad histórica
argentina, en sus más airosos atributos.
La revista de
actualidad e interés general “Caras y Caretas” anunció la noticia de su deceso
en el número del 7 de noviembre de 1914. Vale decir que, dentro de un par de
meses, se cumplirán 110 años de aquella sentencia irrevocable, recaída sobre un compatriota nuestro a
quien casi nadie conoce. El título de la escueta nota decía “El gaucho Mujica fusilado en Méjico”.
Ningún juicio de reproche a la ejecución se desprende de la pluma del cronista,
que más bien esboza con trazos gruesos las aventuras de una vida azarosa.
Las fotografías
que ilustran la noticia lo muestran en sus dos facetas: una, con traje civil,
mirada límpida y grave, y enormes bigotes á
la page; la otra, en plena función de doma de un potro, vestido como un
gaucho y rebenque en mano. La dualidad iconográfica venía a postular los dos
mundos que habitó Mujica: el mundo real de la sociedad liberal burguesa, y el
mundo de la épica gauchesca, tan
ficticio para entonces, como la ficción arquetípica de un ideal platónico.
Hizo su irrupción
en la escena porteña en 1910, luciéndose como domador de caballos bravos en la señera
“Sociedad Sportiva”, durante los fastos jubilares del Centenario de la
Revolución de Mayo, y desde entonces se volvió relativamente popular. Pues, aunque
la dirigencia de la “nueva y gloriosa Nación” aspiraba a confundir sus modismos
de salón y el ingenio diletante de su causerie
con los países civilizados de Europa, sin embargo retenía, como nota de
identidad, un deporte que podía ser estimado como rémora de la barbarie. Al fin
y al cabo, los ganados y las mieses, como cantó Rubén Darío, seguían
sosteniendo las rentas agro pastoriles de la grandeza nacional.
Pero Mujica no
era ningún bárbaro ni vivía una vida zaparrastrosa de tapera y corral, como
muchos bien pensantes sarmientinos podrían imaginar, ante la sola mención de
esa ominosa palabra: “gaucho”. Al final volveremos
sobre este punto, que trae abundante tela.
Mujica pudo
permanecer en la Capital para cosechar los dulzores de la novedosa fama; o pudo
regresar a sus pagos natales de Pergamino para sumirse en el vértigo horizontal
de esos campos infinitos como un océano. Pero, amante de la buena vida y tentado
por el aplauso internacional que le habían prodigado también las comitivas
extranjeras del Centenario, puso rumbo a Cuba (no sabemos la razón), y en La
Habana saboreó triunfos, ganó dinero y se mezcló en reyertas. Aunque la meta de su agenda era España, sin
embargo marchó entonces a México junto a su troupe
criolla. En este último destino selló su propio destino.
Pronto empezó a
gozar del halago de un público fascinado con sus hazañas de montura, a tal
punto que es versión que el presidente, el Dr. Francisco Madero, quiso
conocerlo.
Pero un día, la
rebelión que el mismo Madero había encendido desde Texas, en 1910, contra la
continuidad reeleccionista del gobierno latifundista y oligárquico de Porfirio
Díaz y los “científicos”, desbordó los cauces de su propio dinamismo, y las
facciones revolucionarias mostraron sus disensos internos y su predisposición a
matar con saña, o morir sin expectativa de clemencia. No cabe detallar aquí las
alternativas de aquel proceso, muy complejo por cierto, que terminó
malquistando a Madero tanto con los insurrectos (mayormente elementos indígenas
y mestizos) como con los hacendados blancos, de cuya estirpe provenía. Él
mismo, ya renunciado y derrumbado por la muerte brutal de su hermano (hasta el
ojo de vidrio le arrancaron a golpes), cayó enseguida, abatido por el disparo
alevoso disparado a quemarropa por quien conduce a la víctima a su matadero con
engaño, al amparo de la noche. Su familia debió asilarse en la Embajada
japonesa.
Envuelto en el
caulículo de aquel vendaval y varado en tierra extranjera, allí quedó atrapado
nuestro compatriota. Aunque el ambiente era violento, ello no debió arredrarlo,
porque él también, en un punto, cedió a su costado más cerril. Debió purgar una
breve condena en la cárcel por haber matado a su manager alemán, un tal Francisco Schnerb. Al menos, especulemos con
el consuelo de que haya sido en un duelo por causa de honor. Dicen que no la
pasó tan mal tras las rejas, porque también en la prisión era popular, y
porque, quizá, la mano invisible del Dr. Madero, que era su admirador, le pudo
proveer algún género de protección.
Al quedar en
libertad, sin horizonte laboral ni artístico y con sus vínculos políticos en
retroceso, se habría hecho conspirador. Y aquí aparece el problema de los
motivos, cuya interrogación no conduce a ninguna respuesta fehaciente. Lo más
reiterado es que fue comisionado (¿por quienes?) para asesinar a Pancho Villa y
librar de tal guisa a México de aquel azote sanguinolento. En esos trámites
andaría, quizá, cuando la Fortuna (deidad caprichosa, como de costumbre) le
volvió la espalda y fue apresado, pero esta vez por las milicias revolucionarias
del Norte, menos impresionables ante los encantos del argentino carismático.
Nada sabemos de
su proceso ¿Lo delató una fémina celosa y revanchista? ¿Lo vendió la envidia de
un enemigo solapado?. Vaya uno a saberlo. Sus destrezas como jinete (recordemos
que fue oficial de Caballería en nuestro Ejército) no parecen haber despertado ni
la admiración ni la curiosidad de Villa. Hasta su porte inocultable de clase principal pampeana pudo ser haber sido un
hándicap, a la vista del ex bandolero y avezado cuatrero devenido exitosamente
en líder agrarista y militar sin academia, aunque por cierto bastante
escurridizo e ingenioso.
Más aún (y lo que
sigue es conjetura enteramente mía), Villa se mostraba inclinado a la
espectacularidad mediática: recordemos que se hacía acompañar habitualmente por
periodistas, se complacía en que lo fotografiaran y hasta llegó a firmar, ese
mismo año de 1914, un contrato con el productor hollywoodense D. W. Griffith para rodar una película que exaltaba
sus correrías y donde él mismo actuaba escenas en vivo. ¿Pudo ver en aquel
artista popular y valeroso que era Mujica (admirado por los hombres, encantador
ante las mujeres y presumiblemente de ideas más bien conservadoras) a un
competidor de su propio estrellato? ¿Pudo sentir celos de quien demostraba unas
cualidades carismáticas que él pretendía monopolizar? Es un interrogante que,
hasta ahora, nadie se había formulado. Lo que llama la atención es que la muerte
de Mujica haya ocurrido cinco meses después del estreno de la película, que fue
en mayo.
Corrió la versión
de que el argentino lo desafió a Villa a pelear de hombre a hombre (tal vez
sería un duelo a pistolas, porque su puntería era virtualmente infalible), como
remedando aquel desafío sin efecto, dirigido por Marco Antonio al joven
Octavio, en la tragedia shakespeariana. Pero el líder revolucionario, como el
romano desafiado, habrá calculado que tenía “veinte mejores maneras de morir”,
que a manos de un gaucho bravío sudamericano. ¿Para qué arriesgarse? El
“centauro del Norte”, como lo apodaron sus seguidores, no llegó a batirse con
ese formidable “centauro del Sur” que era Mujica. Y desde ya que nuestra mente
se entretiene en imaginar el duelo frustrado.
Dicho sea de
paso, en 1919, otro condenado, el viejo José de la Luz Herrera, pasado al bando
carrancista, lo convidó a duelo a Villa y le escupió la cara, sin provocar otra
reacción de honor que su respuesta: -Para
que le duela más, antes de morir Usted, va
a ver cómo trueno a sus hijos-“. Tras lo cual los mató disparándoles
en la frente, a la vista del padre, que siguió la misma suerte, sin dejar de
maldecirlo.
Lo cierto es que,
en el caso de Mujica, cuando los fusiles tronaron su descarga cada bala buscó
su derrotero sobre el condenado, atado de pies y manos, pero erguido todavía
con la hidalguía altiva de su tierra bonaerense. Un muro encalado fue su lápida primera y el espejo temprano del
resplandor de un sol de octubre. El sueño de triunfar en España quedaba
para siempre truncado, a sus 39 años, en el poblado llamado Aguascalientes,
donde por aquellos mismos días sesionaba una convención de los jefes
revolucionarios, gobernadores y generales. Tres de sus compañeros de jineteadas
regresaron a la Argentina en condiciones poco menos que miserables y despojados
ilegítimamente de sus aperos, que fueron retenidos allá, junto con los de
Mujica, como trofeos fáciles, arrebatados sin batalla.
Hace ya casi diez
años años, el señor Raúl Galarza (a quien no conozco pero he leído con
provecho) publicó una semblanza de Mujica, aprovechando la información verbal
que le facilitó el sobrino del personaje, don Mario Arnaldo Mujica Kearney
(quien en 2005 tenía 83 años). Puede leerse en docentesytics.wordpress.com/tag/francisco-laudelino-mujica-quinones.
En ella he abrevado, junto a otras escasas fuentes, para redactar este texto.
Y aquí vuelvo a la cuestión del “gauchismo” de
Mujica.
Hay en la crónica
de Galarza un punto interesante, relativo a la ubicación social de personaje.
No debe engañarnos el mote de “gaucho” que le dieron en su tiempo con
intenciones de marketing: si bien lo era por su cuna y su crianza campera, y por
sus destrezas en los menesteres del gauchaje, sin embargo, aquel seudónimo
puramente artístico recaía sobre un caballero de clase terrateniente, un
católico respetuoso de la práctica del precepto dominical, un hombre culto y simpático,
refinado en sus gustos y afeites, sabedor de la etiqueta mundana, aunque
inclinado a una existencia más “bohemia” para los parámetros de la época. Era,
quizá, como Gardel o como Newbery, un auténtico “desclasado” (que no es lo
mismo que “descastado”), cuyo señorío
atravesaba transversalmente todos los estereotipos sociales, y lo instalaba en
el firmamento del imaginario colectivo como un astro superior con resplandor
propio.
Insisto en que Villa
(o alguno de sus adlátere) bien pudo sentir un arrebato de recelo envidioso
ante el argentino que lograba hacerse querer y admirar por el pueblo, sin
necesidad de saquear haciendas, de despojar retablos o de verter tanta sangre
como se vertía en el teocalli, durante un sacrificio azteca. Villa lograba el
efecto de “popularidad” en la vertiente barbárica y adulona de la horda, a un costo criminal, llevando la praxis del
homicidio personal a la escala colectiva de la guerra; de suerte que sus
ejércitos terminaron siendo la prolongación de su propia mano asesina, que no
se detenía ni ante mujeres desarmadas (recuérdese el caso de las 80
“soldaderas”, ejecutadas preventivamente en Camargo, en 1915) ni ante la totalidad
de una población masculina inerme, masacrada en San Pedro de la Cueva, no
privándose de violar a las mujeres de la aldea. Porque Villa mataba por
cálculo, por enojo, por venganza plebeya y hasta por mórbido placer, por
“monomanía” como alguien dijo, casi por deporte, según lo ha demostrado la más
reciente historiografía seria, de la mano de Reidezel Mendoza (“Los crímenes de Francisco Villa”), o Friedrich Katz (este último acuñó la frase
de “el negocio de matar”, como rutina metódica del “villismo”), o los
comentarios categóricos de Aguilar Camin en su blog “Divagario” (que tanto más
simpático me cae ¡cuando cita a nuestro Borges!).
Naturalmente que los
escritores inclinados a la construcción mitológica, como Martín Luis Guzmán, se
han ocupado de la metamorfosis de Villa, borrándole el prontuario sanguinario (que
él mismo había conocido y hasta temido, como contemporáneo) y erigiéndolo en
símbolo redentor de la grandeza revolucionaria. Incluso el año 2023 fue
consagrado en México como “Año de
Francisco Villa, el revolucionario del pueblo”…Un título que, puestos a
elegir, mejor le cabe al verdadero caudillo del campesinado pobre, que fue
Emiliano Zapata, autor del Plan de Ayala y quizá el líder más icónico de
aquella revolución que, aunque tuvo motivos de sobra para alzar su enojo ante
la opresión de las clases pobres, perdió el norte de la racionalidad en sus
métodos.
Pero dejemos de
lado este asunto, que más bien deben dirimir los historiadores mexicanos,
aunque el expediente ya ha acumulado suficientes fojas como para pronunciar un
veredicto, más cercano a la verdad que el discurso populista oficial, que pone
a Villa en el podio hagiográfico de los héroes, a pesar de su impedimenta
aberrante de violencia sistemática.
Volviendo al tema
del gauchismo a comienzos del siglo XX, voy a echar mano a una cita de Carlos
Octavio Bunge, tomada del manual de lectura “Nuestra Patria”, edición de 1910. Precisamente
el año en que Mujica hizo su fulgurante aparición en Buenos Aires.
El enfoque “martínfierrista”
de Bunge (que haría revolverse en su tumba a Sarmiento y a los otros salvajes
unitarios) es apologético, provocador y casi elegíaco, respecto de la pasada
gloria y la subsiguiente miseria del gaucho; el párrafo es largo y voy a
abreviarlo. Dice así:
Por su intenso amor al nativo suelo, aunque no poseyese
sino confusa idea de la patria, nunca desoyó el gaucho su llamamiento. Ayudó a
rechazar las invasiones inglesas, a las órdenes de Liniers. Siguió a Belgrano,
a San Martín, a todos los generales de la guerra de la Independencia. Cuando
las luchas de la organización nacional, formó las huestes de los caudillos
rurales que levantaban pendón y caldera. Mas, apenas organizada la república,
al concluir con las resistencias del indio fronterizo, caducó su gloria. En el
último tercio del siglo XIX, falto de papel en el drama de la vida, estaba como
demás sobre la tierra.
La decadencia del gaucho comenzó entonces, cuando se introdujo en los campos la
ficción de la democracia. El juez de paz, el comandante y el comisario le
explotaban, especialmente con motivo de las parodias electorales; arreábasele a
los comicios, como en rebaño. Quien se insubordinaba contra el caudillo
oficialista sufría atroz perseguimiento…
Por supuesto,
Bunge no ignoraba los defectos del gaucho, que también menciona: arrogancia,
tendencia vengativa, incuria y falta de método en el trabajo. Pero, si se hizo
cuatrero, fue por necesidad y no por codicia, porque no estaba en su talante el
ser ladrón. Y en este rasgo de “probidad” veía Bunge la distancia psicológica y
el “escaso entroncamiento” del gaucho respecto del indio, a quien le endilga
que “jamás cumplió su palabra ni respetó
propiedad ajena”.
Y llegamos al
presente desde el cual escribía Bunge, a ese momento aurático del siglo XX que
era el año del Centenario ¿Qué concepto tenia la sociedad argentina del gaucho?
Según Bunge, no era apreciado del todo, apenas se lo toleraba, viendo en él una
“potencia de retroceso y de barbarie”. Y a continuación se describe la causa de
este concepto:
Es que confunden las cualidades con sus correspondientes
defectos, y las épocas y los sujetos. Desconociendo lo que fue el gaucho
auténtico, el histórico, el héroe de las pampas, se da ahora este nombre, más
que al legitimo producto de su mezcla con el inmigrante, a ciertos espurios
imitadores, como el compadrito arrabalero y el matón de pulpería, que, so color
de gauchismo, ignoran las virtudes de su pretérita grandeza, para imitar los
vicios de su presente decadencia. Hora es de reaccionar contra tan injusta
impresión. Precisamente, para destruir la caricatura abominable ¿no será el
medio más eficiente conocer y honrar al original? El gaucho ha muerto. No
pudiendo sobrevivir a las nuevas condiciones ambientes, no pudiendo
sobrevivirse a si mismo, el gaucho ha muerto. No es ya más que un símbolo. Pero sus manes, por lo que antes
encarnó su persona y hoy debe representar su recuerdo, no podrán menos de
sernos propicios. Acaso su sombra vela sobre nosotros…”.
He allí la
síntesis de lo que el “Gaucho Mujica” vino
a encarnar en aquel momento: ese ancestral señorío sobre la tierra, que no
apeló a despojos disfrazados de reformas agrarias, ni a saqueos sacrílegos, ni
a crímenes atroces. Su transformación en “matrero” fue su tragedia ontológica,
psicológica y personal (tal cual la pintó Hernández) que no convirtió en
manifiesto ideológico ni trasladó al plano de la revuelta social colectiva.
Al emplear la
palabra “símbolo”, Bunge plantea, como un eco cristalino que nos viene del
ayer, lo que decíamos al comienzo: hay todavía un fenómeno de identidad en ese gaucho
anacrónico y heroico que Mujica venía a perpetuar en sus actuaciones y en su ethos personal. Lo mismo que en
aquel atavío gaucho que siguió vistiendo Gardel, incluso muchos años después de
sus primeras actuaciones.
Una vez más:
Laudelino Mujica merece también esa cuota de recuerdo argentino que, por ahora
(porque el mañana es incógnito), le seguimos dispensando a Carlos Gardel.
jueves, 22 de agosto de 2024
UN TEMPRANO INTERÉS EN LOS ÁRBOLES HISTÓRICOS NACIONALES
Por Oscar Andrés De Masi
Para
Viaje a las Estatuas, 22-VIII-2024
En más
de una ocasión, al hablar de los árboles históricos con declaratoria nacional
(a los cuales dediqué un libro que
auspició la Comisión Nacional de Monumentos en el año 2012), al final de mis
clases me suelen preguntar desde cuándo me interesaba aquel tema que combina el
vector de la historia con el aprecio al árbol. Ambas invariantes, la historia y
los árboles, están en mis genes.
Al ser
consultado, pues, respecto del momento exacto donde ubicar el punto de partida
de mi interés por los árboles históricos, sólo atinaba a responder con una vaga
reminiscencia, rotulada con la frase, casi convencional: -"Desde muy
joven..."-
En efecto,
sabía que hurgando en los meandros de una memoria evanescente podía, quizá,
llegar a ese instante de epifanía, cuando se me reveló, por vez primera, la
existencia del fenómeno real de un árbol histórico concreto. Y aquel instante
estaba allá lejos y hace tiempo, mucho más remotamente que la lectura de la
obra de Enrique Udaondo o los archivos de Levene, que fueron fuentes tan
inspiradoras de mi ensayo del año 2012.
Y, al
fin, aquel punto de partida apareció por sola serendipia este año, revolviendo
fotos viejas junto a mi madre y mi hermana.
La
foto en blanco y negro que ilustra este comentario la tomé en Candelaria
(Misiones) durante un viaje de familia. Debió ser allá por el año 1975 o 1976,
no podría precisarlo. La obtuve gracias a una cámara Kodak Brownie Fiesta,
enteramente hecha en plástico gris claro. Fue un regalo de mis padres. Hoy
sería un objeto vintage y vaya a saber dónde fue a parar.
Con
esa máquina que parecía un juguete y sin ningún entrenamiento ni protocolo
teórico previo, empecé la práctica de la fotografía, pagando con mis ahorros la
compra de los rollos y el costo del revelado (aunque, a decir verdad, no pocas
veces me subsidiaban mis viejos). Recuerdo que prefería las películas en blanco
y negro, en parte por alarde expresionista, pero más todavía por economías,
porque eran más baratas que los films de color.
Pero
volviendo al árbol misionero, que allí se ve encadenado y con su fuste
horrendamente pintado a la cal para repeler a las hormigas, se trata del
célebre "sarandí blanco" a cuya sombra el general Belgrano descansó y
divisó la ruta del cruce del río Paraná, en su fallida campaña al Paraguay.
Recuerdo que nos detuvimos junto al árbol y mi madre nos leyó, a mis hermanos y
a mi, un cartel que indicaba el hecho histórico, mientras contemplábamos la
orilla opuesta del río, tratando de imaginar el cruce del ejército y su
impedimenta.
Fue
declarado Árbol Histórico Nacional mediante la Ley 25.383 del 30 de noviembre
de 2000; aunque ya desde 1947 se venían realizando gestiones provinciales para
su valoración patrimonial. Obviamente, al tomar la fotografía, ignoraba el
tecnicismo de su declaratoria. Pero, a medida que mi madre nos leía la reseña,
mi mente recreaba la escena del pasado, y no dejaba de asombrarme que el
ejemplar siguiera vivo. Se ha dicho que en la actualidad, el que existe en
Candelaria es un retoño clonado del original, que estamos viendo en la imagen.
Al parecer, el viejo sarandí comenzaba a secarse y ello movilizó la operación
científica de clonación. Pero no dispongo, ahora, de más datos.
En
cuanto a la ubicación, recuerdo que se hallaba en la vereda de una dependencia
pública, que podía ser la Prefectura o una Comisaría, aunque se me torna
resbaladizo el detalle. Si hoy ha sido mudado a otro sitio, como parece que ha
ocurrido, al menos esta foto, asaz defectuosa, que estamos viendo (mea culpa!),
registra fehacientemente su anterior lugar y su aspecto, hace ya más de
cuarenta años. No es poco.
martes, 16 de julio de 2024
MEMORIAS DEL PASADO RURAL DE LOMAS DE ZAMORA
Un escueto aviso publicado en Los Debates el 2 de junio de 1852, apenas cuatro meses después de la caída del gobierno de don Juan Manuel de Rosas, da cuenta de aquel pasado rural, como poblado de campaña que aún no alcanzaba su autonomía municipal. El aviso pertenece a la colección de impresos antiguos de OADM.
viernes, 12 de julio de 2024
150 AÑOS DEL TEMPLO METODISTA DE LA AVENIDA CORRIENTES
Por Oscar Andrés De Masi
Para Viaje a las
Estatuas, julio 2024
Marco histórico:
Para ubicar a los ritos protestantes en el cuadro
del desenvolvimiento histórico de la Argentina en el siglo XIX, partimos de la
afirmación de Antonino Salvadores, en el sentido de que “el Protestantismo,
que en 1810 carecía de significación social, en 1830 aparecía como una fuerza
respetable…”.
Ciertamente, los nuevos aires liberales que
soplaron desde la Revolución de Mayo y, especialmente, en la época de Rivadavia
(cuando se firmó el Tratado de Amistad y Comercio con Gran Bretaña), atrajeron
al Río de la Plata a migrantes de naciones y ciudades en las cuales el
Catolicismo Romano no era ni la religión oficial ni la mayoritaria. Se
agrietaba, de este modo, la unidad monolítica del culto virreinal, atada al
régimen del Patronato regio y la fuerte unidad entre los poderes civil y
eclesiástico.
En el contexto de la gobernación de don Juan
Manuel de Rosas, fue fundada en Buenos Aires, en el año 1836, la primera
congregación de metodistas, por el pastor norteamericano John Dempster. Al
comienzo fue una iglesia de colectividad angloparlante (The Methodist
Episcopal Church in BA), y su predicación y culto se oficiaban en idioma
inglés para satisfacer las demandas de etnicidad de los residentes o los
visitantes norteamericanos, que no eran pocos por aquel entonces.
Es un dato curioso, que debe remarcarse, el hecho
de que desde 1821, ya antes del establecimiento del primer lugar de culto
metodista, se utilizara su ritual funerario en el primer Cementerio Protestante
de Buenos Aires, según la ya clásica crónica titulada Cinco años en Buenos
Aires por un inglés.
El primer lugar de culto público metodista se
ubicaba, desde 1842, en la calle Cangallo (hoy Presidente Perón), frente
al paredón lateral de la Iglesia de la Merced. Fue el tercero de los templos
protestantes que se levantaron en Buenos Aires, precedido por las iglesias
anglicana y presbiteriana.
Los registros de Bautismos, Matrimonios y
Entierros que comenzaban a aumentar, fueron debidamente organizados y hasta
duplicados con datos adicionales por el pastor William Norris, llegado desde
Montevideo, precisamente, en 1842.
Uno de los primeros bautizados fue William Henry
Hudson, nacido en la chacra de “los 25 ombúes”, en el partido de Quilmes, el 10
de octubre de 1841. Más tarde, este párvulo llegaría a ser un importante
escritor y naturalista.
Años después, el pastor Dr. William Goodfellow
mantuvo lazos estrechos con Sarmiento (cuyas simpatías por la cultura política
y la educación en Norteamérica son conocidas), y fue comisionado por éste, en
1868, para contratar maestras norteamericanas en los Estados Unidos de
Norteamérica. También propició la instalación de la American Bible Society,
una de las principales sociedades difusoras de Biblias con objetivos
misioneros; y fue el responsable de la formación de dos de los mayores
artífices de la obra misionera metodista posterior: John Francis Thomson y
Guillermo Tallon.
Es un hito remarcable el 9 de junio de 1867,
cuando Thomson inició la prédica en idioma castellano, que resultó sumamente
atractiva y alcanzó a colmar los servicios. Fue el primer culto disidente que
adoptaba el idioma local para la predicación. Ello favoreció su expansión en
diversas partes del territorio nacional y entre los sectores populares.
El
segundo templo de la Primera Iglesia Metodista
En ese proceso de desarrollo de la Congregación
germinó la idea de la construcción de un templo más apto para las nuevas
necesidades y representaciones simbólicas, en reemplazo del mencionado primer
lugar de culto en la calle Cangallo. Si bien la comunidad se mudó en 1872
a Corrientes n.º 718, como el templo no estaba concluido, debieron celebrarse
los cultos en el salón parroquial.
El diario El Nacional del 27 de abril de
1872, en su página 2, señalaba que debido a la delicadeza de los trabajos
restantes (se refiere a la talla y los encastres de la cubierta de madera) la
obra iba a demorarse aún por más tiempo, como de hecho así fue.
Es tradición que la construcción de la armadura
del techo fue auxiliada por carpinteros-marineros daneses de paso por Buenos
Aires o varados en este puerto.
Con este techo, se honra acabadamente el ya
conocido dictum del crítico Nikolaus Pevsner, en el sentido de que el
esplendor y la riqueza estructural de las iglesias parroquiales neogóticas
inglesas vienen dados por aquellos techos de madera trabajada, que hoy
lucen como tan identitarios.
Pero el empuje de esa cubierta provocó
inmediatamente grietas en los muros, que debieron consolidarse mediante los
corpulentos contrafuertes que se observan en la misma fachada y que refuerzan
exteriormente la maciza impronta neogótica del edificio.
En cualquier caso, la preservación de esta
armadura que he de rotular como hammer-beam-roof (con el empleo visible del arco gótico a modo
de hammer-brace y otras piezas estructurales como braces, rafters,
collars, side-posts, collar-braces y upper collar) se postula como una nota
de autenticidad del edificio.
El templo pudo, finalmente, ser dedicado el 1.º
de marzo de 1874, vale decir, hace ciento cincuenta años, cuando la calle Corrientes era
angosta. La autoría proyectual permanece como incógnita, aunque ha sido
atribuida por la Prof. Ofelia Manzi, de modo provisorio, a Enrique Hunt.
Alberto De Paula, por su parte, no arriesgaba ninguna hipótesis, salvo que el
autor sería un arquitecto británico.
Notas estéticas del edificio del templo
Exterior
Realizada en lenguaje neogótico, la
particularidad de su fachada (si la comparamos con el anterior templo
protestante neogótico porteño, que es la Iglesia Alemana de la calle Esmeralda)
es su asimetría, toda vez que a la derecha del observador se alza una esbelta
torre que remata en una aguda flecha coronada por una cruz de hierro. Esta
torre, consistente con la tendencia verticalizante y monumental del conjunto
es, además, una rareza, porque fue la primera que se autorizó para un templo
protestante, siendo que sólo las iglesias católicas romanas podían ostentar
torres.
El Arq. Alberto S. J. de Paula (primer
historiador de la arquitectura que se ocupó de los templos protestantes en el
Río de la Plata) ha señalado que las faldas de la flecha que se interpenetran
con el volumen de la torre, dan a ésta una pureza estilística y un sentido de
verticalidad poco frecuentes en este tipo de campanarios, tratados con
frecuencia como una virtual yuxtaposición de un cono sobre un prisma.
Si comparamos el estado actual de la torre con
fotos antiguas, veremos que en lugar del óculo cuatrifoliado del gablete de la
torre, existía un ventanuco de silueta ojival.
En el centro del muro de la fachada, rematado su
gablete por una cruz latina nimbada (diferente de la cruz original, más
elongada), existe un bello y monumental ventanal de contorno ojival, de tres
paños de vitral lanceolados; y se ubicó otro, similar, en el contrafrente.
Arcos apuntados con relieve de molduras enmarcan el conjunto de la fenestración
y acentúan la direccionalidad vertical. Por encima del vitral, una pequeña
abertura ojival encierra un trifolio, calado de manera semejante a una
tracería. Por alguna razón, en intervenciones muy posteriores, ese ventanuco se
ha despojado de su alféizar saliente, aunque conservó las molduras de su
contorno con función de dripstone o weather-moulding.
El gablete principal está acompañado por una orla
paralela a la inclinación de la cubierta, donde se suceden pequeños crochets,
lo mismo que en los gabletes menores de los pináculos, que carecen de esos
característicos adornos en sus clivajes, aunque exhiben un curioso fleurón a modo de finial. Pero la
comparación del estado actual de la fachada con imágenes de época permite
observar su ausencia en el momento original. También difiere, según las
fotografías antiguas, el ápex el frontón-gablete mayor, que ahora es una
ojiva-peana para la cruz de coronamiento, y antes, era un cuerpo escalonado. En
cualquier caso, las intervenciones posteriores parecen haber adosado la moldura
de contorno del gablete sobre el plano preexistente.
También es remarcable la plasticidad que aportan
los dos porches de escasa profundidad, adosados al frente como cuerpos
salientes, y que marcan los accesos laterales al edificio. Se los ha cerrado
con rejas de seguridad.
Una hermosa verja de hierro forjado, formando
paños entre pilares con pináculos góticos, delimita el predio respecto de la
línea municipal. La reja, original, viene decorada y rematada con motivos
medievalistas florales de tono victoriano y gran belleza, sobre una cinta a
modo de zócalo, donde se reiteran los cuatrifolios.
Es llamativa la escalinata central de peldaños de
mármol, que adopta la forma de un crepidoma con gesto curvo. A ella se
accede por un umbral central de dos escalones de mármol. Estos elementos se
conservan originales. Los pilares de acceso central sostienen una pieza de
hierro tubular con forma de arco, para sostén del farol. Es una marca epocal
digna de destacarse.
También es una rareza el murete que sostiene la
verja, revestido por completo con placas de mármol gris y blanco, que ya se
observan en fotografías antiguas.
En el solado del atrio lucen baldosas de granito
con una cinta o filete rosado. Antes eran mosaicos calcáreos de composición
ajedrezada.
Aunque sometida a la agresión visual de la
medianería a ambos lados y habiendo mermado su preeminencia como edificio de
mayor tamaño en esa cuadra, sin embargo entiendo que la Iglesia mantiene su
prestancia y retiene en parte su rol protagónico urbano merced a su elevación,
a su marcada verticalidad, a su volumetría compacta y al retiro de la línea
municipal.
Sin duda, el miembro que más ha sufrido la
desamortiguación visual provocada por el muro contiguo en altura, es la torre a
la derecha, toda vez que el lateral izquierdo de la fachada queda separado del
edificio vecino por un pasillo, sobre cuya entrada se ha colocado una reja moderna,
por razones de seguridad. También en este acceso se han reemplazado los
escalones originales de mármol por otros de granito, que no guardan
consistencia de lenguaje y materialidad con el resto de las escalinatas. Se
recomienda su modificación.
Por su parte, la entrada del lado derecho ha sido
bloqueada por una instalación comercial, de suyo removible, como sería
aconsejable que ocurriera, a efectos de recuperar, siquiera en parte, el
amortiguador sobre ese flanco.
Interior
El interior es de una sola y amplia nave (20 m x
13,5 m), donde se destaca el ya mencionado techo de madera tallada, que De
Paula conceptuaba como uno de los mejores en su género existentes en nuestro
país.
El factor de calidez interior está dado por la
impronta de esta techumbre, los vitrales laterales de colores (donde prevalecen
los azules y los rojos en las tramas geométricas y vegetales), y el piso de
tablas de madera de pinotea.
Mobiliario y Vitrales
Se destacan los bancos de madera, que en la parte
central, forman una graciosa curva que otorga un visible dinamismo a la
espacialidad ortogonal de la nave. Su estado de conservación auténtico es
destacable.
También se destaca el sector del presbiterio-altar,
separado del resto de la nave por una plataforma/claustra de madera maciza. Por
detrás, sobre el muro testero, se observa una graciosa arcatura ojival de siete
arcos apuntados.
En cuanto a los vitrales (sobre el altar, los
laterales y los de fachada), presumiblemente fabricados en Inglaterra, también
son componentes artísticos auténticos. Lamentablemente, la construcción
levantada como casa pastoral por detrás del muro del altar, años más tarde,
obstruye la iluminación natural del vitral. Lo mismo cabría decir de las
instalaciones intrusivas en el pasillo de la derecha de la fachada, cuyo retiro
recomiendo al doble efecto de reintegrar la ingresión de la luz natural y
facilitar la aireación del muro, sumamente afectado por la humedad.
Sin perjuicio de ello, como dije antes, permanece
la pieza artística de vitreaux original, allí y en los otros lados del
polígono del templo.
El órgano de tubos
Conociendo el aprecio de las congregaciones
protestantes por el canto y la música al servicio del culto, la Primera Iglesia
Metodista cuenta con un importante órgano de tubos inglés Forster & Andrews
fabricado en 1882 e inaugurado un año después. Por el porte de sus partes de
alzada y su elevación sobre una plataforma, interfiere en la visión de los
paños laterales del vitral, que ya existían cuando el instrumento fue
emplazado. Pero el efecto mayestático de su ubicación, sumado a su mueble de
madera en consistencia de lenguaje expresivo historicista es impactante.
En cualquier caso, el excepcional órgano de tres
teclados y pedalera, ha sido restaurado hace varios años (2009) y ha sonado en
conciertos y grabaciones. Su curador actual es el maestro organista Rafael
Ferreyra, quien considera que este instrumento de 1.700 tubos distribuidos en
28 registros es “una joya histórica en la ciudad de Buenos Aires”. La
razón de su aserto es, no sólo la calidad sonora y el diseño de su mueble, sino
también el haber preservado su sistema mecánico original de accionamiento
mediante varillas.
Debe mencionarse, como marca de memoria, una
placa de recuerdo a Henry George Wellby (1862-1936), quien prestó servicios
como organista y maestro del coro de esa iglesia durante 41 años, entre 1891 y
1932.
Salón parroquial
En cuanto al salón parroquial, la particularidad
de este amplio espacio de impronta industrial o ferroviaria británica, son sus
sólidas columnas metálicas de sección trifoliada, cuyas basas y capiteles son
del mismo material, y que permanecen en condiciones auténticas hasta el
presente, salvo la aplicación posterior de pintura superficial roja, removible.
Continuidad en el uso original:
La Primera Iglesia Metodista es hoy una
congregación o parroquia de la Iglesia Evangélica Metodista Argentina.
Un dato remarcable de este conjunto de dos
edificios (templo plus salón parroquial) es la continuidad en su uso
congregacional, desde los orígenes. El templo ha estado siempre al servicio del
culto y de la cultura musical de Buenos Aires; y el salón parroquial ha servido
siempre como espacio de reunión de la congregación e, incluso, en momentos de
indisponibilidad del templo, allí se han celebrado servicios, aún en épocas
recientes.
Además, en este espacio de la Primera Iglesia
Metodista nacieron diferentes iniciativas de asistencia mutua o de beneficencia
e, incluso de protección de los animales.
Componentes de Patrimonio inmaterial:
Interesa prestar atención no sólo a los valores
patrimoniales materiales de este conjunto edilicio, sino, también, a sus valores
como patrimonio inmaterial asociado históricamente a una colectividad, a su
idioma y a su rito religioso identitario, que luego se integraron plenamente a
la sociedad local.
Desde el comienzo, y aún cuando ya se utilizaba
el idioma castellano en las predicaciones, el edificio de la avenida Corrientes
fue denominado el templo o la iglesia “de los norteamericanos”, “the
American Church”, señalando de este modo y con esta nota de pertenencia, un
factor de etnicidad epocal persistente, en un contexto de diversidad de ritos
donde las primeras colectividades protestantes establecidas en el Río de la
Plata ya habían logrado levantar sus lugares de culto público. De este modo,
mientras los británicos anglicanos asistían a la Pro Catedral (luego Catedral)
de San Juan Bautista, los presbiterianos escoceses asistían a la iglesia de San
Andrés, y los alemanes evangélicos lo hacían en su iglesia neogótica de la
calle Esmeralda n.º 162, también los norteamericanos, como contingente de
colectividad arraigado y activo en nuestro medio local, cumplían sus deberes
religiosos en su propia iglesia, que pasó a ser su espacio de identidad, tanto ad
intra de la propia comunidad como ante los ojos del resto del vecindario.
Como dijimos antes, la relación Goodfellow-Sarmiento
fue decisiva para la llegada de las maestras norteamericanas a la Argentina, de
modo que el metodismo cumplió su parte en aquel proceso de transformación
educativa y ello ha de adjudicársele como legado inmaterial.
No debe, tampoco, extrañar, que uno de los puntos
incluidos en la visita oficial del presidente Teodoro Roosevelt, cumplida entre
el 13 de noviembre y el 4 de diciembre de 1913, fuera precisamente la Primera
Iglesia Metodista. De ello ha quedado registro periodístico.
Otro acontecimiento acaecido en la Iglesia
Metodista y muy concurrido fue, años antes, el funeral solemne por la muerte de
la Reina Victoria. En la prensa gráfica de la época pudo verse el túmulo
cubierto por un paño negro, flanqueado por las banderas de la Gran Bretaña y de
los Estados Unidos de Norteamérica.
La coronación de Eduardo VIIº también fue motivo
de una ceremonia local de singular brillo, celebrada en el templo metodista.
Y en 1917 tuvo lugar en el templo una conferencia
dictada por la señorita Florence Shoring, enfermera de la Cruz Roja y recién
llegada del frente de batalla.
Dentro de las prácticas de beneficencia de la
Congregación metodista, merece mencionarse aquella iniciativa debida al activo
pastor W. P. MacLoughlin (su tumba ostenta un monumento excepcional, en el
Cementerio Británico), de constituir una comisión parroquial de damas
norteamericanas que, cada año, llevaban galletitas y dulces a los pacientes del
Hospital Muñiz, y juguetes y muñecas a los niños y niñas.
Reconocimientos oficiales
La Primera Iglesia Metodista ha sido declarada Sitio
de interés cultural por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires en el año 2000.
Conclusión
El ámbito edilicio de la Primera Iglesia
Metodista situada en la avenida Corrientes, en el barrio de San Nicolás, que
comprende en su solar histórico al templo y el salón parroquial, es portador
de valores patrimoniales identitarios, expresados tanto en la materialidad de
sus construcciones (que han llegado íntegras hasta nuestros días), como en la reserva
del legado inmaterial de su memoria como comunidad protestante originada en la
colectividad norteamericana residente en la ciudad de Buenos Aires.
Su servicio como iglesia cristiana enraizada en
la Reforma Protestante ha sido constante durante casi dos siglos en nuestro
medio local.
Además, su compromiso y su testimonio no se
limita al culto, sino que se extiende a diversas áreas de una agenda
actualizada, como el servicio social, derechos humanos, ecumenismo, repudio a
la violencia, cultura, etcétera.
Por otra parte, su declaratoria nacional en el
marco de la ley 12.665 sería una señal de reconocimiento a la diversidad de
cultos adquirida por la República Argentina como un logro en materia de
libertades civiles, y que ya se ha expresado en otros casos de edificios
religiosos declarados, pertenecientes a congregaciones diferentes del
Catolicismo Romano.
De este modo, por simetría de las formas, este
valioso conjunto edilicio gozaría de un reconocimiento patrimonial análogo al
que ya ostentan otras iglesias protestantes, tales como la Catedral Anglicana
de San Juan Bautista (CABA), las capillas de responsos de los cementerios
Alemán y Británico (CABA), la Iglesia Anglicana de la Santa Trinidad en Lomas
de Zamora, la Iglesia Presbiteriana Escocesa de San Andrés en Temperley, la
Iglesia Evangélica Metodista de Lomas de Zamora, la capilla de Seion (Chubut),
o el templo de la IERP en Esperanza (Santa Fe).
En virtud de sus antecedentes históricos, su
densidad de memoria como comunidad de fe, y sus méritos artísticos, y teniendo
muy en cuenta la notable preservación de elementos originales de su
arquitectura y su equipamiento que satisfacen la nota de autenticidad
patrimonial, el conjunto merecería su declaratoria en la clase legal de Monumento
Histórico Nacional, prevista en la Ley 12.665 modificada por la Ley 27.103[1].
[1] He formulado esta
recomendación en el Informe de Valoración
Patrimonial relativo a ambos locales (templo y salón) que redacté a pedido
de la Primera Iglesia Metodista de BA, con fecha 4-VII-2024.
[1] He formulado esta
recomendación en el Informe de Valoración
Patrimonial relativo a ambos locales (templo y salón) que redacté a pedido
de la Primera Iglesia Metodista de BA, con fecha 4-VII-2024.