A Julio
Cacciatore “lo heredé”, virtualmente, como amigo. Quiero decir que fue Alberto
de Paula quien me transfirió esa amistad sin despojarse de ella, como un legado
anticipado y, quizá, el más valioso de cuanto me legó.
– “Se van a hacer amigos muy rápido” –, me
dijo. Y no se equivocó.
La celeridad de
aquella empatía transformada en amistad sin esperar a “consumir dos talegas de
sal”, como prescribía Aristóteles, se cimentaba en que compartíamos no sólo el
interés por la arquitectura y el arte como fenómenos históricos, sino, además,
otros intereses como los relatos biográficos, las genealogías nobiliarias, las
princesas del Palatinado, la literatura en general (recuerdo una discusión
acerca de Daphne du Maurier y sus potenciales lectores argentinos; o aquella
otra acerca de la psicopatía subyacente en La
gloria de don Ramiro; o el ejercicio de repetir, de memoria, los nombres de
los personajes de las novelas de Ocantos…), el teatro clásico, la música
clásica y la ópera, el patrimonio funerario, las palabras en inglés, las
palabras en francés, las palabras en italiano, las palabras en latín y las
palabras en cualquier idioma vivo o muerto, el Protestantismo y la Ortodoxia, los
enigmas de todo género (por enésima vez nos preguntábamos si Pierre Benoit ¿era
el Delfín de Francia?…) y una miríada de esas otras cosas que pueblan los
imaginarios de las personas cultas.
Porque Julio,
como Alberto, fueron acabados ejemplos de ese “tipo” de argentinos en
extinción: aquellos investidos de buenos modales por influjo de familia, y poseedores
de una vasta cultura universal, capaces de desplegar conocimientos
enciclopédicos pero sin impostar manierismos artificiosos, pronunciando su
sapiencia con aquella naturalidad coloquial con que Sócrates aleccionaba a
Gorgias o a Fedón en los diálogos platónicos. Curiosamente, hablando del divino
Platón, ni Julio ni Alberto frecuentaron la filosofía y nunca supe el por qué.
Eran mis dos
egregios amigos, pues, parecidos en más de un aspecto, incluso en la melancolía
trágica de una hermanita fallecida en la flor de la edad. Ambos sentían el mismo
rechazo ante la vulgaridad, la fealdad y la chabacanería, y apelaban a una
similar ironía ante los lugares comunes de la estupidez humana; aunque,
mientras Alberto podía ser más polemista, Julio prefería el irenismo a la polémica, cultivando los dos esa vía de la
moderación que preservaba su soberanía intelectual, según la observación
taoísta: la marca de un hombre moderado
es la libertad de sus propias ideas.
En ambos anidaba
una inclinación del espíritu que los hacía incapaces de fermentar envidias o
incubar resentimientos. Y siguiendo el axioma de Goethe, sujetaban su vida
cotidiana a una disciplina metódica y autoexigente como pulsión de cierta
nobleza, porque vivir a capricho y sin ley es cosa plebeya.
A despecho de la
amplitud de temas que espigaba en su conversación de ejercitado causer, el núcleo del afán investigativo
y del magisterio de Julio Cacciatore fue, sin duda, la historia y la crítica de
la arquitectura.
Recuerdo el
primer prólogo que le pedí que escribiera, en 2007, para un libro que yo
acababa de traducir y anotar, acerca de la arquitectura budista china. ¿Quién
otro, en nuestro medio científico local, hubiera podido abordar ese asunto con
soltura y solidez? Julio lo consiguió en aquel escrito breve, donde, ensayando
en clave escritural la operación alquímica de solve et coagula y bajo el título panorámico de “De templos y
palacios”, mezcló la dosis precisa de saberes teóricos con sus experiencias
como viajero frecuente e ilustrado y guía de contingentes turísticos, una de
sus facetas más conspicuas.
Otros tres
prólogos más recientes, para otros tantos libros de mi autoría, condujeron su
pensamiento y su pluma hacia temas mas cercanos: la arquitectura religiosa de
Buenos Aires y algunos de sus logros más eminentes: la basílica de Nuestra
Señora de la Piedad, la Iglesia Ortodoxa Rusa y el templo de la Congregación
Evangélica Alemana.
Y como Julio era
clásico y moderno a la vez, su versación en ambos universos estéticos era
notablemente fluida.
Las presentaciones
de libros que compartimos (que fueron varias y la última en el Concejo
Deliberante de San Isidro, el año pasado, convidados por Marcela Fugardo),
algunos pocos escritos en coautoría, las visitas interpretativas a sitios
patrimoniales (por ejemplo, el castillo Marín-Ibañez en Beccar y la iglesia de
Fátima en Martínez, por citar un par nomás de reciente data y que fueron
tremendamente entretenidas), las conferencias duales (que dieron motivo a
aquella etiqueta jocosa del “dúo jurásico”, en obvia alusión a la suma
paleontológica de años de nuestras respectivas edades) fueron otras tantas
ocasiones privilegiadas de hacer marchar el discurso y la inventiva a la par
suya, que no era tarea fácil por la alta medida de su ciencia y el genio de su
talento como conferencista, adjetivado éste último por la característica de la
amenidad.
Quedaron
inconclusos, en lo que respecta a la empresa de investigación en común, cuatro
trabajos que habíamos comenzado a bocetar en las proverbiales libretas o cuadernos
con renglones que solía utilizar y donde anotaba, con una caligrafía tan
rítmica como un electrocardiograma, aunque más legible: un diccionario de la
toponimia colonial de Buenos Aires, una antología de las publicaciones dispersas
de él (llegamos a compilar más de medio centenar y era, apenas, el asomo del
iceberg), una monografía ilustrada acerca de la arquitectura remanente del
Estado de Buenos Aires que llegó hasta el siglo XX, y una serie audiovisual
donde Julio iría mostrando lugares de Francia que alguna vez visitó (llegamos a
grabar apenas tres episodios, pero sólo fue editado en la consola de Thelema Media el
trailer de uno ellos, acerca del palacio Bagatelle). A propósito de este último
proyecto, ocurrió el quid del nombre
que debía bautizar la serie: luego de media hora de debate estéril, buscando
una etiqueta que fuera, a la vez, autosuficiente como un logotipo y sonora como
un címbalo, me dijo, con aire de sentencia definitiva: –Bueno che, pongámosle “Viajando con Julio” y listo…– . Confieso
que me pareció algo ridículo (porque debe haber cientos de “Julios” en
Internet), y apelamos a otro nombre sin ninguna originalidad, que resultó de
traducir al español un capítulo de la Guía Michelin: Paris et ses environs, o sea, “Paris y sus alrededores”.
A pesar de todo,
el rótulo descartado venía a reflejar dos características bien identitarias de
Julio: su gusto por los viajes y la falta de solemnidades para definirse a si
mismo y presentarse ante el publico. Era, por antonomasia, “Julio”. Y en
aquella síntesis de su solo nombre de pila que evocaba a un mes del calendario,
a un romano egregio y a un papa renacentista, quedaba asentada una marca muy
difícil de hallar en los intelectuales argentinos: el despojarse de
infatuaciones pomposas pero sin renunciar a una cuota tolerable de narcisismo de
salón, que sacaba a relucir
especialmente cuando se mencionaba a tal o cual ciudad de Europa, y
Julio acotaba con la regularidad de una antífona: –Yo me acuerdo, cuando estuve ahí hace ya varios años y ocurrió que…– y
bla bla bla. No era de extrañar que repitiera el mismo cuento más de una vez y
lo dejábamos correr, porque lo contaba con mucha gracia.
Pero no deberíamos
llamarnos a engaño al suponer que esa llaneza de su modo discursivo y cierta
constante de subestimación de los méritos académicos propios fueran signos de
superficialidad. En modo alguno. Como señalé antes, Julio era una persona
dotada de una profundidad espiritual y de una cultura formidable que podía
ubicarlo, llegado el caso, en la línea de cierta erudición temática, aunque
nunca subido al podio del elitismo. Diría que una cuerda más o menos popular y
porteña siempre vibró en los intersticios de su mirada, quizá al estilo de un
Roberto Gache en el Glosario de la farsa
urbana.
¿Por qué –me preguntaba
a menudo– “su” erudición no parecía
la erudición de quien puede citar de memoria un párrafo del Somnium de Kepler o la Alexandra de Lycophron o de la Occulta Philosophia de Agrippa de
Nettesheim (todos ellos conocimientos inútiles), ni era abrumadora y mucho
menos aplastante, como la de otros especialistas? Creo que esa “latencia
popular” podría explicarlo, junto a su desapego de toda solemnidad, pero más
aún el hecho de que los alardes eruditos no
integraban el cuerpo principal de su discurso, sino que venían
arrastrados por sus digresiones tan frecuentes e irrefrenables, revistiéndose,
de tal guisa, del estilo anecdótico. En otras palabras, no cargaban con el peso
plúmbeo de una nota epistémica al pie de página, sino que eran más bien la
pausa que daba lugar a una acotación entre paréntesis, a veces casi un cotilleo
o una viñeta, con una afectación más teatral que catedrática.
Quizás a él le
cupo, más que otros de su generación (y ni qué decir de los de mi generación
degenerada a causa de su mediocridad), lo que dijo Baltasar Gracián en El Discreto:
“Luce, pues, en algunos, una cierta sabiduría cortesana, una conversable sabrosa erudición que
los hace bien recibidos en todas partes y aún buscados de la atenta curiosidad.
Un modo de ciencia es éste que no lo enseñan los libros ni que se aprende en
las escuelas: cúrsase en los teatros del buen gusto y en el general, tan
singular, de la discreción. Hállanse algunos hombres apreciadores de todo
sazonado dicho y observadores de todo galante hecho; noticiosos de todo lo
corriente en cortes y en campañas. Son los oráculos de la curiosidad y maestros
de esta ciencia del buen gusto. Vase comunicando de unos a otros en la erudita
conversación y la tradición, puntual, va entregando estas sabrosísimas noticias
a los venideros entendidos, como tesoros de la curiosidad y de la discreción…”.
Más allá de las
taxonomías de Gracián, la subjetividad de Julio era la de un lector omnívoro
que coexistía con un observador lúcido, crítico y hasta mordaz, que jamás cayó
en la trampa de incurrir en la “corrección” disciplinadora de los modelos “nomológicos”
(ésos que son la delicia de los investigadores progresistas del sistema
científico estatal financiado con nuestros impuestos), o de la jerga
intelectualoide y neo tribal (ibídem)
para sustentar su tarea historiográfica. Fue más que nada un “realista
descriptivo” de la cepa narrativa évènementielle,
un intérprete autorizado y sagaz frente a la potencia semántica de cualquier
fenómeno estético, apuntalado siempre en el andamiaje de lecturas inagotables y
fraseos convincentes.
Las lecciones de
Julio Cacciatore venían de la mano del sentido del humor, e invariablemente
asumieron como notas mozartianas la ya mentada amenidad, la claridad
expositiva, la versatilidad expresiva (hablaba con donaire en el aula, ante las
cámaras de TV o por escrito), la contracción al estudio y una extraordinaria
capacidad de análisis, derivada de la previa lectio, pero contrastada, como dije antes, con la propia
observación.
Sin haber
intentado formar un discipulado orgánico ni reclutar una claque de corifeos y aplaudidores (aunque logró fidelizar con sus
charlas sobre ciudades del mundo a un público femenino culto, de edad
mayormente madura), fue, tal vez a su pesar, un indiscutible maestro para
varias cohortes de estudiosos de la historia y la estética de la arquitectura.
Y lo fue, sobre todo, para los amigos que escuchamos no sólo sus clases y sus conferencias
pronunciadas en el estrado profesoral, sino aquellas otras más bien quodlibetales, que desgranaba en las mesas
de café del Hipopótamo, el Británico, y Cosdel, o frente a una pizza en La
Continental, que serían los sustitutos prosaicos de aquellos atrios cortesanos
que evocaba Gracián.
Otro rasgo que lo
caracterizó, según mi parecer, fue su actitud de permanente disponibilidad, ese
hábito o segunda naturaleza que lo inclinaba a aceptar cualquier convite, a la
hora de acompañar un esfuerzo cultural, ya fuera un prólogo, un artículo, una
clase, una conferencia o una visita guiada. Y no se trataba de que ocupara él,
siempre, el centro de la escena: sabía funcionar como “extra”, cuando el
tablado tenía dueño.
Recuerdo aquella
vez que los invité a él y a Carlos Hilger a tributar un homenaje al sabio
filólogo Calandrelli en el Cementerio
de la Recoleta. Resultó un protocolo algo extravagante, porque los únicos
participantes fuimos nosotros tres, aunque no faltó el discurso apologético que
leí apud sepulchrum, ante el silencio
circunstanciado y ritual de mis dos camaradas. Como era previsible, el
posterior café que tomamos en La Biela se prolongó más que la ceremonia.
Pero como Julio
era humano, el catálogo de sus virtudes pudo quedar y quedó interferido con
algún defecto, tan cómico y tan poco premeditado, que ni defecto parece a la
distancia (como aquello que decía San Agustín, que las virtudes de los paganos
eran vicios espléndidos…) y, por eso mismo, algún día, cuando pase este duelo,
lo traeré a colación, animus iocandi, como
decían los romanos antiguos. Pero no ahora ni aquí.
Su incorporación
y su compromiso con la Diplomatura en Historia y Patrimonio de San Isidro y el
Pago de la Costa (a la cual lo convocamos con la certeza de su aceptación más
entusiasta y así ocurrió, sin importar el viaje semanal, en tren, hasta finisterra… o sea, hasta San Isidro) se
reflejó, durante los últimos tres años, en las bambalinas de ese backstage de sus clases, que fueron las “reuniones
de los miércoles” (sic) en la casa de Marcela Fugardo en Martínez. Ellos dos
tejieron, sobre una mesa Saarinen
invadida por libros, revistas y fotos, y en el arabesco invisible del ir y
venir de la discusión docente entre dos generaciones de la misma profesión, la
urdimbre de un material de cátedra de excepcional valor para los estudios
regionales, que alguna vez debiera quedar impreso.
Sin duda, este
desafío de la Diplomatura lo acercó, de nuevo, al territorio de la ribera
norte, donde también confluían sus saberes teóricos con otros abordajes
empíricos de aquellas geografías urbanas que, especialmente en la zona de
Olivos, frecuentó durante años por razones docentes (en el Colegio San Andrés)
o tan puramente sociales, como el concurrir a una boîte o una confitería de moda.
De su paso
icónico por la revista Summa, o su
tarea como laborioso cantero en los yacimientos documentales para las
publicaciones del CEDODAL, o su trabajo como editor de algunos números de los “Anales
del Instituto de Arte Americano”, o su vínculo afectivo -casi patológico- con
el Museo Argentino del Títere (aventura en que lo acompañé hasta el hartazgo…
mío), o sus clases en el CUDES, no hablaré aquí, porque debieran enarbolar la
palabra de homenaje quienes representan a esas instituciones.
Agregaré solamente
una mención de su incorporación a la Comisión Nacional de Monumentos y Lugares
Históricos, como asesor honorario, convocado coralmente por De Paula, por
Martín Repetto y por mi (en tiempos más airosos del organismo, mordisqueado hoy
por la carcoma del desprestigio, como a menudo lo comentábamos, que bien
patente queda en el abandono del histórico Cabildo como su sede natural y
fundacional, que Julio repudió en un escrito breve para la revista Habitat), y aquel memorable dictamen
suyo que dio soporte a la declaratoria como Monumento Histórico Nacional de la
Escuela de Comercio “Dr. Antonio Bermejo”, ante cuya fachada y sus desajustes
gastábamos ratos de discusión peripatética, en particular acerca del zócalo que
soporta las semicolumnas (que dimos en bautizar “zócalo-saledizo-ortogonal-modelo-barra-de-lechería-de-antaño-con-tapas-de-mármol”…
y si no me creen vayan a verlo…), cuando era el caso de pasar por allí.
Además, durante
varios sábados fue docente de un curso extracurricular en la Escuela Nacional
de Museología, durante mi breve regencia del instituto (y creo que luego de mi
retiro no volvieron a convocarlo).
Pero todo aquello
pertenece al pasado: ahora y desde el 14 de marzo de 2025, el candil de su
existencia corpórea se ha apagado.
¿Qué nos queda
entonces? Nos queda la flama de la memoria, que es más saturnina que venusina,
porque arde sin quemar, y nos provee en su trémulo parpadeo el consuelo de un
cierto modo de pervivencia poética (… nos
dejó harto consuelo su memoria…): he allí la visión del amigo, evocado por
el fantasma de la mente, tan ocurrente y saleroso, tal cual lo conocimos en los
años de plenitud de su élan; que
fueron esplendentes, muchos y longevos, porque siguió prodigando su
colaboración hasta diciembre del año pasado, cuando grabó la presentación del
libro que reúne mis diálogos con Susana Speroni acerca de la Museología
argentina contemporánea.
Aquella fue su
última participación académica, en un aula de la USI. Triste privilegio, podrá
decirse; pero timbre y blasón al fin, para una Universidad que, por razón de su
mocedad, carece aún de tradición sedimentada, pero aspira a tenerla. El
profesor Cacciatore prestigió sus claustros hasta el final y quizá hubiera sido
un acto inteligente y merecido el otorgarle un doctorado honoris causa.
La sensación de
vacío metafísico que nos deja su partida entra en tensión punzante con la imagen
vívida, cinética, sensorial, que acude a la imaginación al pensar en él. Indicio
inerrante de que, por una larga temporada, nos costará - y mucho- hablar de
Julio como si ya no estuviera entre nosotros.
¿Hasta dónde
llegamos a conocerlo? Es una pregunta sin respuesta. Como en el caso de Alberto
de Paula, por más que se prodigara en el terreno de la más abierta amistad, por
más que exhibiera la señal constante de un carácter jovial, por más que en
apariencia no le pidiera a la vida más de lo que la vida le había concedido,
había sin embargo en él (en ellos) un núcleo recóndito cuyo acceso nos estaba
vedado. Como si en el fondo más profundo de su ser hubieran reservado para si
(y para nadie más) esa “torre del homenaje”, que era el baluarte último de un
castillo medieval. Esos cerrojos no los franquearon ni siquiera a sus amigos. Y
si en aquellas ergástulas del corazón se constreñía algún Purgatorio personal o
algún karma ancestral no saldado, pudimos apenas sospecharlo, pero nunca lo
sabremos con certeza.
Quizá él, donde
quiera que se encuentre ahora, podrá repetir las palabras de Carl Jung (Memories, Dreams, Reflections), dichas
como cerrando el balance su existencia: “La
vida es –o tiene– sentido y sinsentido. Abrigo la ansiosa esperanza de que el
sentido pese más y gane la batalla…”.
Yo creo
categóricamente que “el sentido” ha triunfado en esa tensión vital de mi
querido amigo Julio Cacciatore, desplegada en más de ocho décadas de
aprendizaje, labor y magisterio.
OADM, BA, 15-III-2025