Por Oscar Andrés De Masi
Para Viaje a las estatuas, 2025
Las reflexiones que van a leer a continuación (y que destilan décadas de comprobaciones empíricas) aluden a cierto "tipo" humano que los historiadores solemos encontrarnos a menudo, sobre todo al escribir biografías: son los "descendientes" del biografiado.
Por supuesto que no todos los descendientes de personas célebres son así de fatuos y de patéticos como aquellos a quienes vamos a describir. Los hay muy dignos de esa herencia que conlleva un nombre altisonante o un linaje lustroso, porque han sabido sumar sus propios valimientos a los blasones genealógicos. En general, suelen ser personas portadoras de un sano orgullo de familia, que no se vuelve jactancia casquivana, ni pedantería, ni ostentación ridícula de pedrerías ajenas. No hablaré de ellos, porque su decorosa modestia los aureola lo suficiente y merecen mi más categórico respeto.
Pero, a la par, existe otra clase de "descendientes" que, a falta de mejor adjetivo, llamaré “profesionales”... Hablaré de los “descendientes profesionales”.
Pero veamos previamente: ¿qué es un "descendiente"? La palabra (un sustantivo) parece muy obvia: alguien que desciende de alguien en una línea. En ese sentido, todos somos descendientes, porque de alguien descendemos.
Sin embargo la cosa no es tan sencilla a la hora de caracterizar a los descendientes "profesionales", es decir, aquellos que andan por la vida y caminan el mundo haciendo alarde rumboso de su prosapia, como quien agita una bandera desde un bastión. De tal guisa que ese "alguien" que resulta ser el-ascendiente-del-descendiente, debe serlo ¡pero con mayúsculas! En otras palabras, el "descendiente profesional", que se jacta de su lugar en la cadena de las generaciones, no se contenta con un pasado sin gestas, y ha de ostentar, al menos, algún ancestro notable. De preferencia un prócer, un estadista, un guerrero de la independencia o un terrateniente; aunque si no lo hubiera, también sirve algún literato o artista (con tal que hayan alcanzado algún grado notorio de fama) o un religioso o religiosa (estos últimos, es indispensable que hayan muerto en olor de santidad y anden ya camino de los altares).
Un “descendiente profesional” es, pues, por regla casi general, un parásito genealógico.
Tan pocos logros propios tiene para mostrar ante la sociedad, que necesita legitimar su nadería ontológica en los méritos o la riqueza del antepasado. Quizá el medio local sea caldo de cultivo para este fenómeno. Ya lo dijo Manuel Gálvez en 1938, con mordaz burla póstuma a Lugones: "En este país, no haber sido diputado, o rector de una universidad, o director de un diario, o no poseer una gran fortuna o una alta posición social, es ser un pobre diablo...".
El "descendiente profesional" suele ser un pobre diablo que, de pronto, ha descubierto que quiere ser alguien, porque se hunde cada día en el naufragio de una existencia sin brillo, asido a la tabla salvadora del nombre de aquel antepasado, aunque sea remoto, que ha fulgurado en su tiempo y cuyo apellido sigue siendo como una contraseña para ingresar a los salones o a las academias sin ofrecer demasiadas explicaciones: basta con decir "soy descendiente de Fulano o Fulana". Y lo demás se dará por añadidura.
La condición parasitaria del "descendiente profesional" que antes hemos indicado, implica la comprobación de su naturaleza perezosa, a la hora de hurgar con esmero y seriedad en los archivos y en las bibliotecas, pues el “descendiente profesional” prefiere repetir lo que ha oído en la tertulia de ocasión, antes que investigar metódicamente lo que no sabe, en las fuentes más fiables o de más difícil acceso. Quiere ser poeta pero no pasa de apuntador. Por suerte se ha inventado Internet, lo cual le resuelve gran parte del problema, y le permite revestirse de una pátina autoadhesiva de conocimientos de familia que, aunque son sabidos por muchos, al ser pronunciados en su boca adquieren una majestad tal, como si el propio ancestro los estuviera revelando desde el mundo de ultratumba.
Esa frivolidad intelectual hace que el "descendiente profesional" sea moroso para aplicarse a escribir una crónica de sus antepasados, y prefiera esperar a que otros se tomen la molestia. ¿Para qué? Pues no precisamente para agradecer con humildad el esfuerzo que él mismo no ha sido capaz de hacer, sino para aparecer entonces en escena, anunciando su augusta presencia y señalando tal o cual detalle minúsculo que el historiador, ajeno al clan, ha omitido; o para insinuar con tono oracular que "él" conserva en su poder unos documentos reveladores (que no mostrará a nadie); o para anunciar, como quien pregona un bando en la plaza mayor, que también "él" se halla en pleno proceso de escritura de un libro biográfico acerca del pariente ilustre, pero que es tanta y tan abrumadora la montaña de papeles del archivo familiar, que la tarea babélica no tiene fecha cierta de conclusión.
Naturalmente que ese supuesto libro, concebido en la pretensión fantasiosa de quien carece del herramental epistémico o de la disciplina para concretar la empresa, quedará siempre inconcluso. Pero el solo hecho de poder afirmar en voz alta y coram populo que el libro está en progreso, satisface momentáneamente el ego del "descendiente profesional", abochornado íntimamente por el hecho de que un sujeto que no sea portador de su apellido o de su sangre, sepa más que él acerca de su nepote...
A la pregunta ¿qué hacer con los "descendientes profesionales"?, no le encuentro una respuesta terminante. Se los podría ignorar, pero resulta que suelen aparecer ex nihilo en las presentaciones de libros, como hongos en el bosque después de una lluvia. O suelen anunciarse con pompa y circunstancia unos días antes del evento, del cual se enteran por la alcahuetería de los adulones que suelen circunvalar sus perímetros sociales, anhelosos éstos últimos de obtener fama y estima por aproximación zumbona.
Normalmente, al verlos entre el auditorio, uno tiene la cortesía de mencionar genéricamente su presencia, a la espera de que con esa mención mitiguen, al menos por un rato, su apetito desordenado de figuración. Pero no siempre se consigue ese objetivo, sino que, las más de las veces, habrá que soportar sus acotaciones autorreferenciales, con la santa paciencia de Cristo atado a la columna del flagelo.
Una cosa es segura y cierta: de los "descendientes profesionales" no ha de esperar el historiador honesto lo que Discépolo llamaba "una ayuda, una mano, un favor”; es decir, que le permitan acceder a ese supuesto venero de datos incógnitos que ellos dicen custodiar como guardianes del Santo Grial.
A diferencia de los "otros" descendientes, los más genuinos, los que no hacen de su pasado parental una coartada para gloriarse ante el presente. Ellos sí suelen ser generosos, porque procuran permanecer a la altura, real o imaginaria poco importa, de sus meritorios ancestros.