Por Oscar Andrés De Masi
Buenos Aires, 24 de agosto de 2024
Accedo con esta
nota a la amable invitación de mi amigo Guillermo Heisinger, para que exprese alguna
reflexión histórica en su blog.
Alguna vez, en
los años de estudiantes universitarios conversamos acerca de las guerras
“cristeras” en México (porque, aunque éramos jóvenes, ni siquiera el tiempo del
recreo lo gastábamos en temas frívolos) y sus rasgos de odio anticatólico
(porque nuestra fe era convencida y apologética), aunque nunca abordamos este
episodio concreto que contiene mi texto, bastante anterior de la revolución
mexicana. No lo conocíamos entonces. Tampoco lo he discutido con mi hermano
Marcelo, pese a que el tema de aquella revolución y su marca “demoníaca” nos
resulta bastante recurrente, porque seguimos siendo gente arraigada en
principios religiosos, cada cual a su modo.
Lo cierto es que
a ambos les sorprendió mi mención del singular episodio que pasaré a contar, supongo
que por naturales razones de empatía nacionalista con la víctima… y de
antipatía moral respecto del victimario.
La historia que
voy a relatar en prieta síntesis trae, en simultáneo, el doble matiz de la viñeta
criolla y la tragedia. Aquel furor revolucionario alcanzó también a un
argentino que, además, era portador de la marca identitaria del gauchismo como
asunto de espectáculo y quizá como algo
más.
¿Quién era Francisco Laudelino Mujica? Porque de
él se trata y ya queda presentado, con nombre y apellido, ante los lectores. ¿Qué lo llevó a México en tan convulsionado
momento histórico?
“Algo” nos dice
que merece ser recordado por sus compatriotas, que somos nosotros. Un “algo”
visceral, que va más allá de la razón y que no perece con el tiempo ni sucumbe
a la carcoma del olvido, como las ramas del enebro antiguo con que Cesare Ripa y la
iconología barroca coronaron la virtud de la “memoria agradecida”. Porque ese
“algo” tiene que ver con aquella verdad
acerca de nosotros mismos que se llama la “identidad” y que siempre en el corazón tendremos esculpida,
parafraseando el verso de don Diego Hurtado de Mendoza que aprendimos en la
escuela.
Francisco Laudelino
Mujica, en la consunción de su vida breve, y más todavía en la tragedia de su
muerte, decidida “allá lejos y hace tiempo”, sin riesgo ninguno para quien
pronunció la condena sumaria pero no se habría animado a enfrentarlo en el
campo del honor, ese “Gaucho Mujica” es parte de nuestra identidad histórica
argentina, en sus más airosos atributos.
La revista de
actualidad e interés general “Caras y Caretas” anunció la noticia de su deceso
en el número del 7 de noviembre de 1914. Vale decir que, dentro de un par de
meses, se cumplirán 110 años de aquella sentencia irrevocable, recaída sobre un compatriota nuestro a
quien casi nadie conoce. El título de la escueta nota decía “El gaucho Mujica fusilado en Méjico”.
Ningún juicio de reproche a la ejecución se desprende de la pluma del cronista,
que más bien esboza con trazos gruesos las aventuras de una vida azarosa.
Las fotografías
que ilustran la noticia lo muestran en sus dos facetas: una, con traje civil,
mirada límpida y grave, y enormes bigotes á
la page; la otra, en plena función de doma de un potro, vestido como un
gaucho y rebenque en mano. La dualidad iconográfica venía a postular los dos
mundos que habitó Mujica: el mundo real de la sociedad liberal burguesa, y el
mundo de la épica gauchesca, tan
ficticio para entonces, como la ficción arquetípica de un ideal platónico.
Hizo su irrupción
en la escena porteña en 1910, luciéndose como domador de caballos bravos en la señera
“Sociedad Sportiva”, durante los fastos jubilares del Centenario de la
Revolución de Mayo, y desde entonces se volvió relativamente popular. Pues, aunque
la dirigencia de la “nueva y gloriosa Nación” aspiraba a confundir sus modismos
de salón y el ingenio diletante de su causerie
con los países civilizados de Europa, sin embargo retenía, como nota de
identidad, un deporte que podía ser estimado como rémora de la barbarie. Al fin
y al cabo, los ganados y las mieses, como cantó Rubén Darío, seguían
sosteniendo las rentas agro pastoriles de la grandeza nacional.
Pero Mujica no
era ningún bárbaro ni vivía una vida zaparrastrosa de tapera y corral, como
muchos bien pensantes sarmientinos podrían imaginar, ante la sola mención de
esa ominosa palabra: “gaucho”. Al final volveremos
sobre este punto, que trae abundante tela.
Mujica pudo
permanecer en la Capital para cosechar los dulzores de la novedosa fama; o pudo
regresar a sus pagos natales de Pergamino para sumirse en el vértigo horizontal
de esos campos infinitos como un océano. Pero, amante de la buena vida y tentado
por el aplauso internacional que le habían prodigado también las comitivas
extranjeras del Centenario, puso rumbo a Cuba (no sabemos la razón), y en La
Habana saboreó triunfos, ganó dinero y se mezcló en reyertas. Aunque la meta de su agenda era España, sin
embargo marchó entonces a México junto a su troupe
criolla. En este último destino selló su propio destino.
Pronto empezó a
gozar del halago de un público fascinado con sus hazañas de montura, a tal
punto que es versión que el presidente, el Dr. Francisco Madero, quiso
conocerlo.
Pero un día, la
rebelión que el mismo Madero había encendido desde Texas, en 1910, contra la
continuidad reeleccionista del gobierno latifundista y oligárquico de Porfirio
Díaz y los “científicos”, desbordó los cauces de su propio dinamismo, y las
facciones revolucionarias mostraron sus disensos internos y su predisposición a
matar con saña, o morir sin expectativa de clemencia. No cabe detallar aquí las
alternativas de aquel proceso, muy complejo por cierto, que terminó
malquistando a Madero tanto con los insurrectos (mayormente elementos indígenas
y mestizos) como con los hacendados blancos, de cuya estirpe provenía. Él
mismo, ya renunciado y derrumbado por la muerte brutal de su hermano (hasta el
ojo de vidrio le arrancaron a golpes), cayó enseguida, abatido por el disparo
alevoso disparado a quemarropa por quien conduce a la víctima a su matadero con
engaño, al amparo de la noche. Su familia debió asilarse en la Embajada
japonesa.
Envuelto en el
caulículo de aquel vendaval y varado en tierra extranjera, allí quedó atrapado
nuestro compatriota. Aunque el ambiente era violento, ello no debió arredrarlo,
porque él también, en un punto, cedió a su costado más cerril. Debió purgar una
breve condena en la cárcel por haber matado a su manager alemán, un tal Francisco Schnerb. Al menos, especulemos con
el consuelo de que haya sido en un duelo por causa de honor. Dicen que no la
pasó tan mal tras las rejas, porque también en la prisión era popular, y
porque, quizá, la mano invisible del Dr. Madero, que era su admirador, le pudo
proveer algún género de protección.
Al quedar en
libertad, sin horizonte laboral ni artístico y con sus vínculos políticos en
retroceso, se habría hecho conspirador. Y aquí aparece el problema de los
motivos, cuya interrogación no conduce a ninguna respuesta fehaciente. Lo más
reiterado es que fue comisionado (¿por quienes?) para asesinar a Pancho Villa y
librar de tal guisa a México de aquel azote sanguinolento. En esos trámites
andaría, quizá, cuando la Fortuna (deidad caprichosa, como de costumbre) le
volvió la espalda y fue apresado, pero esta vez por las milicias revolucionarias
del Norte, menos impresionables ante los encantos del argentino carismático.
Nada sabemos de
su proceso ¿Lo delató una fémina celosa y revanchista? ¿Lo vendió la envidia de
un enemigo solapado?. Vaya uno a saberlo. Sus destrezas como jinete (recordemos
que fue oficial de Caballería en nuestro Ejército) no parecen haber despertado ni
la admiración ni la curiosidad de Villa. Hasta su porte inocultable de clase principal pampeana pudo ser haber sido un
hándicap, a la vista del ex bandolero y avezado cuatrero devenido exitosamente
en líder agrarista y militar sin academia, aunque por cierto bastante
escurridizo e ingenioso.
Más aún (y lo que
sigue es conjetura enteramente mía), Villa se mostraba inclinado a la
espectacularidad mediática: recordemos que se hacía acompañar habitualmente por
periodistas, se complacía en que lo fotografiaran y hasta llegó a firmar, ese
mismo año de 1914, un contrato con el productor hollywoodense D. W. Griffith para rodar una película que exaltaba
sus correrías y donde él mismo actuaba escenas en vivo. ¿Pudo ver en aquel
artista popular y valeroso que era Mujica (admirado por los hombres, encantador
ante las mujeres y presumiblemente de ideas más bien conservadoras) a un
competidor de su propio estrellato? ¿Pudo sentir celos de quien demostraba unas
cualidades carismáticas que él pretendía monopolizar? Es un interrogante que,
hasta ahora, nadie se había formulado. Lo que llama la atención es que la muerte
de Mujica haya ocurrido cinco meses después del estreno de la película, que fue
en mayo.
Corrió la versión
de que el argentino lo desafió a Villa a pelear de hombre a hombre (tal vez
sería un duelo a pistolas, porque su puntería era virtualmente infalible), como
remedando aquel desafío sin efecto, dirigido por Marco Antonio al joven
Octavio, en la tragedia shakespeariana. Pero el líder revolucionario, como el
romano desafiado, habrá calculado que tenía “veinte mejores maneras de morir”,
que a manos de un gaucho bravío sudamericano. ¿Para qué arriesgarse? El
“centauro del Norte”, como lo apodaron sus seguidores, no llegó a batirse con
ese formidable “centauro del Sur” que era Mujica. Y desde ya que nuestra mente
se entretiene en imaginar el duelo frustrado.
Dicho sea de
paso, en 1919, otro condenado, el viejo José de la Luz Herrera, pasado al bando
carrancista, lo convidó a duelo a Villa y le escupió la cara, sin provocar otra
reacción de honor que su respuesta: -Para
que le duela más, antes de morir Usted, va
a ver cómo trueno a sus hijos-“. Tras lo cual los mató disparándoles
en la frente, a la vista del padre, que siguió la misma suerte, sin dejar de
maldecirlo.
Lo cierto es que,
en el caso de Mujica, cuando los fusiles tronaron su descarga cada bala buscó
su derrotero sobre el condenado, atado de pies y manos, pero erguido todavía
con la hidalguía altiva de su tierra bonaerense. Un muro encalado fue su lápida primera y el espejo temprano del
resplandor de un sol de octubre. El sueño de triunfar en España quedaba
para siempre truncado, a sus 39 años, en el poblado llamado Aguascalientes,
donde por aquellos mismos días sesionaba una convención de los jefes
revolucionarios, gobernadores y generales. Tres de sus compañeros de jineteadas
regresaron a la Argentina en condiciones poco menos que miserables y despojados
ilegítimamente de sus aperos, que fueron retenidos allá, junto con los de
Mujica, como trofeos fáciles, arrebatados sin batalla.
Hace ya casi diez
años años, el señor Raúl Galarza (a quien no conozco pero he leído con
provecho) publicó una semblanza de Mujica, aprovechando la información verbal
que le facilitó el sobrino del personaje, don Mario Arnaldo Mujica Kearney
(quien en 2005 tenía 83 años). Puede leerse en docentesytics.wordpress.com/tag/francisco-laudelino-mujica-quinones.
En ella he abrevado, junto a otras escasas fuentes, para redactar este texto.
Y aquí vuelvo a la cuestión del “gauchismo” de
Mujica.
Hay en la crónica
de Galarza un punto interesante, relativo a la ubicación social de personaje.
No debe engañarnos el mote de “gaucho” que le dieron en su tiempo con
intenciones de marketing: si bien lo era por su cuna y su crianza campera, y por
sus destrezas en los menesteres del gauchaje, sin embargo, aquel seudónimo
puramente artístico recaía sobre un caballero de clase terrateniente, un
católico respetuoso de la práctica del precepto dominical, un hombre culto y simpático,
refinado en sus gustos y afeites, sabedor de la etiqueta mundana, aunque
inclinado a una existencia más “bohemia” para los parámetros de la época. Era,
quizá, como Gardel o como Newbery, un auténtico “desclasado” (que no es lo
mismo que “descastado”), cuyo señorío
atravesaba transversalmente todos los estereotipos sociales, y lo instalaba en
el firmamento del imaginario colectivo como un astro superior con resplandor
propio.
Insisto en que Villa
(o alguno de sus adlátere) bien pudo sentir un arrebato de recelo envidioso
ante el argentino que lograba hacerse querer y admirar por el pueblo, sin
necesidad de saquear haciendas, de despojar retablos o de verter tanta sangre
como se vertía en el teocalli, durante un sacrificio azteca. Villa lograba el
efecto de “popularidad” en la vertiente barbárica y adulona de la horda, a un costo criminal, llevando la praxis del
homicidio personal a la escala colectiva de la guerra; de suerte que sus
ejércitos terminaron siendo la prolongación de su propia mano asesina, que no
se detenía ni ante mujeres desarmadas (recuérdese el caso de las 80
“soldaderas”, ejecutadas preventivamente en Camargo, en 1915) ni ante la totalidad
de una población masculina inerme, masacrada en San Pedro de la Cueva, no
privándose de violar a las mujeres de la aldea. Porque Villa mataba por
cálculo, por enojo, por venganza plebeya y hasta por mórbido placer, por
“monomanía” como alguien dijo, casi por deporte, según lo ha demostrado la más
reciente historiografía seria, de la mano de Reidezel Mendoza (“Los crímenes de Francisco Villa”), o Friedrich Katz (este último acuñó la frase
de “el negocio de matar”, como rutina metódica del “villismo”), o los
comentarios categóricos de Aguilar Camin en su blog “Divagario” (que tanto más
simpático me cae ¡cuando cita a nuestro Borges!).
Naturalmente que los
escritores inclinados a la construcción mitológica, como Martín Luis Guzmán, se
han ocupado de la metamorfosis de Villa, borrándole el prontuario sanguinario (que
él mismo había conocido y hasta temido, como contemporáneo) y erigiéndolo en
símbolo redentor de la grandeza revolucionaria. Incluso el año 2023 fue
consagrado en México como “Año de
Francisco Villa, el revolucionario del pueblo”…Un título que, puestos a
elegir, mejor le cabe al verdadero caudillo del campesinado pobre, que fue
Emiliano Zapata, autor del Plan de Ayala y quizá el líder más icónico de
aquella revolución que, aunque tuvo motivos de sobra para alzar su enojo ante
la opresión de las clases pobres, perdió el norte de la racionalidad en sus
métodos.
Pero dejemos de
lado este asunto, que más bien deben dirimir los historiadores mexicanos,
aunque el expediente ya ha acumulado suficientes fojas como para pronunciar un
veredicto, más cercano a la verdad que el discurso populista oficial, que pone
a Villa en el podio hagiográfico de los héroes, a pesar de su impedimenta
aberrante de violencia sistemática.
Volviendo al tema
del gauchismo a comienzos del siglo XX, voy a echar mano a una cita de Carlos
Octavio Bunge, tomada del manual de lectura “Nuestra Patria”, edición de 1910. Precisamente
el año en que Mujica hizo su fulgurante aparición en Buenos Aires.
El enfoque “martínfierrista”
de Bunge (que haría revolverse en su tumba a Sarmiento y a los otros salvajes
unitarios) es apologético, provocador y casi elegíaco, respecto de la pasada
gloria y la subsiguiente miseria del gaucho; el párrafo es largo y voy a
abreviarlo. Dice así:
Por su intenso amor al nativo suelo, aunque no poseyese
sino confusa idea de la patria, nunca desoyó el gaucho su llamamiento. Ayudó a
rechazar las invasiones inglesas, a las órdenes de Liniers. Siguió a Belgrano,
a San Martín, a todos los generales de la guerra de la Independencia. Cuando
las luchas de la organización nacional, formó las huestes de los caudillos
rurales que levantaban pendón y caldera. Mas, apenas organizada la república,
al concluir con las resistencias del indio fronterizo, caducó su gloria. En el
último tercio del siglo XIX, falto de papel en el drama de la vida, estaba como
demás sobre la tierra.
La decadencia del gaucho comenzó entonces, cuando se introdujo en los campos la
ficción de la democracia. El juez de paz, el comandante y el comisario le
explotaban, especialmente con motivo de las parodias electorales; arreábasele a
los comicios, como en rebaño. Quien se insubordinaba contra el caudillo
oficialista sufría atroz perseguimiento…
Por supuesto,
Bunge no ignoraba los defectos del gaucho, que también menciona: arrogancia,
tendencia vengativa, incuria y falta de método en el trabajo. Pero, si se hizo
cuatrero, fue por necesidad y no por codicia, porque no estaba en su talante el
ser ladrón. Y en este rasgo de “probidad” veía Bunge la distancia psicológica y
el “escaso entroncamiento” del gaucho respecto del indio, a quien le endilga
que “jamás cumplió su palabra ni respetó
propiedad ajena”.
Y llegamos al
presente desde el cual escribía Bunge, a ese momento aurático del siglo XX que
era el año del Centenario ¿Qué concepto tenia la sociedad argentina del gaucho?
Según Bunge, no era apreciado del todo, apenas se lo toleraba, viendo en él una
“potencia de retroceso y de barbarie”. Y a continuación se describe la causa de
este concepto:
Es que confunden las cualidades con sus correspondientes
defectos, y las épocas y los sujetos. Desconociendo lo que fue el gaucho
auténtico, el histórico, el héroe de las pampas, se da ahora este nombre, más
que al legitimo producto de su mezcla con el inmigrante, a ciertos espurios
imitadores, como el compadrito arrabalero y el matón de pulpería, que, so color
de gauchismo, ignoran las virtudes de su pretérita grandeza, para imitar los
vicios de su presente decadencia. Hora es de reaccionar contra tan injusta
impresión. Precisamente, para destruir la caricatura abominable ¿no será el
medio más eficiente conocer y honrar al original? El gaucho ha muerto. No
pudiendo sobrevivir a las nuevas condiciones ambientes, no pudiendo
sobrevivirse a si mismo, el gaucho ha muerto. No es ya más que un símbolo. Pero sus manes, por lo que antes
encarnó su persona y hoy debe representar su recuerdo, no podrán menos de
sernos propicios. Acaso su sombra vela sobre nosotros…”.
He allí la
síntesis de lo que el “Gaucho Mujica” vino
a encarnar en aquel momento: ese ancestral señorío sobre la tierra, que no
apeló a despojos disfrazados de reformas agrarias, ni a saqueos sacrílegos, ni
a crímenes atroces. Su transformación en “matrero” fue su tragedia ontológica,
psicológica y personal (tal cual la pintó Hernández) que no convirtió en
manifiesto ideológico ni trasladó al plano de la revuelta social colectiva.
Al emplear la
palabra “símbolo”, Bunge plantea, como un eco cristalino que nos viene del
ayer, lo que decíamos al comienzo: hay todavía un fenómeno de identidad en ese gaucho
anacrónico y heroico que Mujica venía a perpetuar en sus actuaciones y en su ethos personal. Lo mismo que en
aquel atavío gaucho que siguió vistiendo Gardel, incluso muchos años después de
sus primeras actuaciones.
Una vez más:
Laudelino Mujica merece también esa cuota de recuerdo argentino que, por ahora
(porque el mañana es incógnito), le seguimos dispensando a Carlos Gardel.
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